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miércoles, 22 de septiembre de 2010

Naranjas

UNo

Decidió cerrar los ojos un instante. Sólo sería un breve momento y volvería a abrirlos. Cuando se preguntaba porque seguía manteniendo abierto su pequeño colmado siempre se respondía inmediatamente en que invertiría su tiempo de no hacerlo. No se trataba de una cuestión económica ya que lo que vendía a veces no llegaba para recomprar aquellos productos que caducaban encontrados en una sus revisiones diarias de las fechas de los artículos en venta. Como si no supiera que a los cuatro cartones de leche aun le quedaban tres semanas. Pero los reveía todas las mañanas antes de abrir no fuese que su memoria le jugase una mala pasada.

Por eso su afán en no tener nada perecedero. Excepto las naranjas. Las naranjas siempre debían estar bien presentes en la entrada. Apiladas y limpias, desafiando el plomo que los tubos de escape vertían hora sí y hora también durante todo el día. Mucho había debatido con Efigenia sobre la necesidad de tener naranjas en la tienda.

- Cariño, si las naranjas se ven bien pulidas en la entrada, cualquiera confiará en que todo lo otro que está dentro esté en buen estado. Es una cuestión de marquetín.

- Marquetín sí - decía ella - Media docena a la basura cada Sábado para reponerla el Lunes. ¿Pero no te das cuenta que es tirar el dinero?

- ¡Que sabrás tú de la tienda! - sentenció aquel día.

Cuanto la echaba de menos. Las horas con ella sin saber muy bien como se hacían de cuarenta minutos. Aun podía verla remendando medias y haciendo composturas sentada en una silla fuera del mostrador. Aquellos arreglillos de modista aficionada les proporcionaban unos dineritos adicionales con los que alguna vez se habían permitido algún lujo. Una vez habían ido al cine. Pero no al ya cerrado cine del barrio. No, nada de eso. A una de esas nuevas salas que había montado una multinacional en el centro. La pantalla era tan grande y el sonido tan abrumador que ambos dieron un respingo cuando empezó la proyección y ella tuvo que pedirle que soltara su mano de lo fuerte que se la apretó. Era una historia de un señor con mucho dinero que conocía a una chica muy guapa y que al final se casaban. Se lo contó ella porque él acabó placidamente dormido arropado por la oscuridad en aquél asiento tan cómodo. Después, tomaron dos infusiones en una cafetería de la plaza viendo como los adolescentes revoloteaban en torno a la fuente intercambiando alguna sonrisa cómplice sobre el pasado. Y marcharon a casa. En cama, dentro de esos pensamientos incoherentes que produce el desvelo, intentó cuadrar sus cuentas para colocar dos pilas de cajas de brillantes naranjas a ambos lados de la entrada de la tienda. Un instante antes de dormirse, sonriendo, se imaginó entrando por un pasillo custodiado por columnatas de fruta: peras, manzanas, melocotones y finalmente, una cascada de naranjas y mandarinas surgíendo de una fuente.

Pero ahora ella ya no estaba y día tras días asumía una rutina que le permitía no recordarla ya que le era imposible olvidarla. Medio ser humano encerrado entre botes de tomate frito y chorizos. Estaba tan cansado. Por eso cerró los ojos un instante, sentado tras el mostrador, con su mandilón blanco de bolígrafo azul en el bolsillo y con la libreta de las cuentas abierta.

DOs

Ella subía todas las mañanas de llevar a sus dos hijos al colegio y todas ellas pasaba frente la puerta de su tienda. Nunca había entrado pues era un lugar pequeño y mal iluminado. Se había fijado cuando bajaba y sabía que dentro había un mostrador de madera y un viejo sentado, rodeado de productos en conserva, pastillas de jabón y alguna botella de licor. Un par de veces había visto alguna clienta y siempre se preguntaba como alguien podía atraverse ya no a entrar, sino a comprar algo en aquel sitio. Sin embargo, debía reconocer que las naranjas de la puerta tenían un aspecto exquisito.Tanto era así que, aquel día, decidió pararse y rebuscar en su monedero por si había alguna moneda perdida que le permitiera regalarle a sus retoños un zumo aquella tarde. Pero no la había. Lo sabía, pero siempre que lo abría, tenía la confianza infantil de encontrar dentro de algún departamento poco usado algún billete rezagado como aquella vez que encontró diez euros dentro de un sobre en un cajón haciendo limpieza.

Se asomó a la entrada. En el interior, medio en penumbra, un anciano calvo dormitaba con la boca abierta y la cabeza ladeada sobre el hombro derecho. Las naranjas estaban expuestas dentro de una caja de madera inclinada, colocada sobre otra, en un margen de la puerta. El corazón comenzó a latirle fuerte. Tragando saliva, cogió tres y comenzó a alejarse. Se detuvo y volvió sus pasos para depositar una de ellas de nuevo en la caja: dos serían suficientes. Con el paso rápido y corto del ladrón, marchó de allí mientras guardaba su trofeo en los bolsillos.

TRes

Una bocina lo sacó de su ensueño: ¡¡Damián¡¡ Ultimamente le pasaba mas a menudo de lo deseable y no era nada comercial: cualquier cliente pensaría que allí no entraba nadie. Se encontró de nuevo sólo y penumbroso. Sentado tras el mostrador con una silla vacía frente a él del otro lado. En ese instante lúcido de silencio tras el despertar, lo comprendió todo. Para que engañarse. Había llegado el momento de bajar la persiana definitivamente y dejar que el tiempo y la soledad lo consumieran.

Se levantó despacio de su taburete y miró a su alrededor. El peluche del suavizante le sonrió con la misma sonrisa descolorida de todos los días y asumió que finalmente su tiempo había pasado. Era inútil continuar aquella pantomima. Durante muchos años, todo le estorbó mientras dedicaba su energía vital a aquel mísero negocio sin ver donde estaba el verdadero sentido de su existencia. Ahora, cuando ya estaba sólo, rebuscaba por los cajones de su alma para encontrar aquello que no volvería ya.

Retiró las cartulinas que había a los lados de la entrada donde había rotulado alguna de las ofertas que tenía: "Sardinilla: 1,90€. Papel aluminio: 3,60......" Poco a poco las fue arrugando una a una y tirándolas al interior de la tienda. La siguiente con más saña que la precedente. Durante años una de sus preocupaciones diarias había sido conseguir que no se estropearan, así que ahora, bien justo era que disfrutara de algo de venganza.

- Disculpeme, señor - Una mujer frente a él le hablaba

- Dígame - repondió

- Disculpeme señor, pero tengo que devolverle estas dos naranjas.

- Lo siento. No acepto devoluciones en el género fresco. Además este es un muy mal momento. Estoy cerrado. Lo siento.

- Es que... se las he robado. Pensé que a mis hijos les vendría bien un zumo, pero no tengo dinero para pagarlas.

El la miró fijamente. Vestía un chandal fucsia descolorido por los viajes a la lavadora. Tenía el pelo castaño recogido en una coleta y le tendía dos naranjas en una mano. Ella bajo la mirada y repitió de nuevo:

-Discúlpeme señor. Por favor.

Damián sintió un enorme alivio sobre sus hombros. Como si de pronto una tonelada de hielo hubiese decidido derretirse de inmediato. Suspiró. A veces la vida nos reserva instante crucial de misericordia en el que nos ofrece sentirnos válidos cuando todo parece perdido. Asió su caja de naranjas y dijo:

-Señorita, no se me disculpe. Estas otras estaban esperando un alma buena que viniera a rescatarlas. En caso contrario su destino sería el vertedero. Tómelas y dé buen zumo a sus hijos toda la semana que seguro que les hace bueno. Cójalas.

Ella lo miró con sorpresa inicial, pero ante la insistencia de su gesto, deposito las dos naranjas con sus compañeras y tomó la caja.

- Gracias señor. Perdóneme pero compr....

- Calle, calle. Ahora marchese a su casa. Y hágale ese buen zumo a sus hijos. Les gustará. - Dándose la vuelta entró en la tienda, tomó el gancho y bajo la persiana desde dentro.

Ella, de pie, con la caja sujeta por ambas manos, vió como la reja descendía y se quedó frente a ella cerrada un instante. El tráfico continuaba rodando incansable a su espalda y al mirar a ambos lados y vió la gente que subía y bajaba. Indiferente, abstraída, con la mirada fija al frente o contando baldosas. Con sus cabezas perdidas en quien sabe que vericuetos. Dio un paso atrás y comenzo a andar hacia su casa, primero despacio y después, apurando, con la mirada ilumidada pensando en vasos rellenos y en los labios de sus hijos tintados de zumo.

EPílogo

Hoy al pasar me he vuelto a fijar en aquel viejo comercio. La persiana acumula en cada pliegue una gruesa capa de polvo grisáceo. Como un rostro ajado después de una tormenta de arena. Hace algún tiempo, alguien pegó un anuncio de un piso en alquiler, pero ya ha comenzado a despegarse. Nadie se fija en ella pues, mas que nunca, se ha mimetizado con su entorno durmiendo un plácido sueño. Sin embargo, yo hecho algo de menos los carteles de cartulina amarilla escritos a rotulador negro. Y el vivo naranja de la fruta en la sosa rutina de mi calle. Esa falta de color me indica que, allí, la vida ya se ha apagado.

** Presentada al XXX Concurso Literario **

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