/* Esto es la redirección */ /* Finde de la redirección */ eScritos iRregulares: agosto 2010

domingo, 8 de agosto de 2010

Angeles

Juanillo siempre iba acompañado de Séla. Extremadamente correcto en el trato sabedor de que a priori todo estaba en su contra, sus ojos agradecían unos buenos días de una forma mucho más inteligible de lo que su boca podría y todo su empeño era siempre que Séla se quedase en la entrada de la tienda: “Siéntate. Quieta. No te muevas. Ahí parada… ahí”, una retahíla de advertencias que ella asumía como parte del ritual para después, poco a poco, arrimársele mientras lo atendíamos. Rara vez le la alzaba la voz, pero cuando soltaba algún: “¡¡Pala puerta que te he dicho!!” Ella corría rauda hasta que lo veía de nuevo distraído, y volvía a acercarse entre disimulo, despiste y quizás.

El final siempre era el mismo: “Pero que bien educada la tienes, Juanillo” decíamos y él rabioso de gozo decía mientras le agitaba el morro: “Una santiña, es una santiña. Pero que bien te portas Séla, pero que buena eres”. Ella - por el tono – meneaba el rabo y brincaba hacia la puerta encantada de marchar de aquel sitio en el que tanto le costaba estar cerca de su amigo.

Una extraña pareja. Un cachorro lejano de prejuicios que sólo percibía el amor que recibía y alguien a quien el destino le había regalado la alegría de la vida joven cuando caminaba por senderos tan oscuros.


Recuerdo el día que el policía lo detuvo. Aún Juanillo vivía sólo. Nunca había tenido certeza de que tuviese problemas con la autoridad al margen de los que sus ojos pudieran sugerir y por eso me fue raro ver a aquel agente registrando su mochila. No llevaba mucho en el barrio y sin lugar a dudas la pinta de Juanillo era de todo menos poco sospechosa. Le encontró una bolsa de marisco y, como no tenía el justificante de compra, la supuso robada. Vino a verme y me dijo que se lo tenía que llevar al cuartel. ”Que dice si le guarda la bicicleta, pero éste hasta mañana no viene” entre sorprendido y confuso. “Ningún problema, agente, yo se la dejo en el almacén hasta que venga”.

Por la tarde volvió a buscarla.
“¿Que pasó Juanillo?” – pregunté
“Que la almeja está en veda.” – respondió. “¿Me das la bici?”

Y se marchó jodido por haber perdido casi tres kilos de almeja que pensaba en hacer con arroz. Comida para tres días. Como mínimo.


Su tío hubo un tiempo en el que había puesto afán en enseñarle algo de donde sacarse unos cuartos pero decía que no había nada que hacer con él. Que empeño le ponía, pero que le faltaban luces y le sobraban sombras. Yo creo que más bien era que lo de un horario y un objetivo no era cosa suya: toda la vida se había vestido con camiseta de asas bien fueran la diez, bien fueran las treinta. Pero desde que tenía a Séla, era como si se le hubiesen fijado las ideas: había pintado su cuartucho y parecía que algo de carne se le había pegado a los huesos. Incluso un día lo vi con zapatos de cordón.

Aquel día, Séla apareció sola a media mañana. Se quedó a la entrada y no nos dimos cuenta hasta que alguien nos dijo que teníamos un cliente que no se atrevía a entrar. Cuando me acerqué a la puerta, vino hacia mí despistando como hacía siempre y tras reconocerme me dio un par de lametazos en la mano. “¿Dónde dejaste a Juanillo, Séla? ¿Dónde lo dejaste?” Ella brincó un par de veces y se puso a dos patas. Mi hijo se había partido de risa cuando se lo había visto hacer un día que nos encontramos con Juanillo en la calle. Él contento de que nos paráramos dos minutos le había dicho elevando la correa sobre su cabeza: “Cógela, Séla, ¡Cógela!” Y ella se había levantado sobre los cuartos traseros como buena perra de su amo intentando cogerla. “Una santiña, es una santiña. Pero que bien te portas Sela, pero que buena eres” Pero esta vez yo no tenía ninguna correa y ella estaba a otra cosa. Volvió a bajarse y comenzó a ladrarme. “Quieta Séla, quieta” le dije, pero siguió ladrando.

Vi entonces que unos clientes querían salir pero aquel cachorro gritón como que les imponía. “No pasa nada, sólo está jugando” les dije y comencé a dar palmadas para espantarla. Ella salió corriendo por la acera como un foguete con el rabo entre las piernas…

Al cabo de dos días volvió. Me ladró desde la acera y me asomé. Estaba delgada, sucia y ronca. Incluso me pareció que tenía sangre en uno de los costados. Su mirada ya no era la misma. No me dio opción a acercarme pues marchó en cuanto me acerqué. Pobre Juanillo, pensé, esta se le ha escapado en celo y no se encuentran.

Algún día después, Guzmán – el tío de Juanillo – vino por la tienda. Ya se marchaba cuando me acordé y le pregunté por su sobrino. Me miró con gesto de fastidio. “Con ese chaval no hay nada que hacer. Hace una semana quedamos para un trabajo y... ¿tú crees que apareció? Y eso que le adelante doscientos euros. Ná. Mejor sólo que mal acompañado”
“Pues igual está buscando a la perra” le respondí. “La semana pasada vino sola por aquí un par de veces.”
“¿La Séla? Estaría comprando en el súper y se le escapó porque no se la dejan meter dentro. Y como dice que no le pone correa que es un animal libre... pues eso”
“Pues bien puerca que estaba la segunda vez”
“¿Puerca?”, me miró con gesto ofendido
“Sí. Puerca… sucia. Parecía una perra abandonada”
“Nahh. Sería otro can. En otra cosa te digo que sí, pero en eso…. no. No puede ser. El Juanillo está casado con ese bicho. Lo limpia, lo peina más que a él. Si me dices que comen en el mismo plato, no te lo niego”
“Pues tú verás. Yo creo que se le escapó e igual uno la anda buscando y la otra ya está en la perrera”
El calló. Frunció el ceño. Hizo un gesto de despedida con la cabeza y comenzó a irse. Se paró, se giró y me preguntó:
“¿Y dices que vino sola?”
“Como la una, Guzmán. ¿Que gano mintiéndote?”
El marchó con la cabeza caliente. Aquello no le cuadraba.

Después supe que aunque había ido a casa del cliente a seguir con el trabajo, a media mañana lo plantó todo y fue en busca del Juanillo. No tuvo que buscar mucho. Vivía en una vieja caseta cerca de la autopista. Cuando expropiaron los terrenos, tiraron la casa pero supusieron que el cuarto donde guardaban los útiles del campo no le merecería la pena a nadie. Años después Juanillo lo había convertido en su chabola fabricándole un techo con dos toldos. Cerca había una fuente y de alguna manera se había agenciado una estufa para el invierno. Lo sé porque cuando el frío arreciaba siempre me preguntaba si tenía palets de madera para hacer leña.

Por lo visto encontró a Séla moribunda delante de la puerta. Cuando quiso ladrar ya no le quedaba ladrido. Él estaba dentro, tendido en su colchón con la aguja clavada. Debía llevar una semana muerto. Doscientos euros le habían podido.


Hace unos días bajé al centro un viernes. No suelo salir nunca del barrio durante la semana si no es por trabajo o por alguna gestión. Pero este día los niños estaban con los abuelos y mi mujer había ido a hacer algunas compras. Tras veinte vueltas buscando sitio para aparcar, en una calle un mendigo me hizo señas indicándome un sitio. Aparqué y al bajar le dí un euro. Cuando me iba a ir, apareció un cachorro y el mendigo comenzó bailar rabiándolo con la moneda en la mano.
Me hizo gracia y me quedé un instante viéndolos mientras sonreía. Él le enseñaba la moneda y ella sobre sus patas traseras hacía por cogerla. Entonces dijo:
“Una santiña, es una santiña. Pero que bien te portas Juna, pero que buena eres”
Me quedé frío. Se giró hacia mí.
“Es muda, señor, muda por amistad. Me lo ha dicho hablando con sus ojos en un sueño” Y ambos continuaron brincando.

Me marché. Cuando volví a recoger el coche hice por verlos pero ya no estaban.

A veces los ángeles asumen extrañas formas.