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domingo, 26 de diciembre de 2010

Los muros de la memoria

UNo

Era Octubre o Noviembre. En torno las tres de la tarde. Subía andando por la calle vacía de gente y de tráfico en esas horas en las que la ciudad se aletarga, cuando lo vi en la acera de enfrente, torcido de pie sobre el bordillo. A medida que me aproximaba luchaban cerebro y piernas. De ahí su escora. Su cabeza intentaba empujar a un cuerpo que en rebeldía se negaba a obedecer. Arbol sin raíces enfrentado a temporal.

Lo rebasé sin dejar de mirarlo discretamente y comencé a alejarme, pero a los diez pasos tuve que detenerme. Y me giré. El, había conseguido bajarse del bordillo y caminando vacilante sobre la calzada, llegó a la línea central. Esta era un obstáculo imposible de atravesar ya que, frente a ella, con un pie en alto, intentaba no pisarla: quizá la imaginaba electrificada.

Bajé la acera y me acerqué. Algún coche comenzaba a acercarse desde el final de la calle y tomándolo del brazo por debajo del codo lo animé a llegar hasta la otra orilla.

- Venga. Ven conmigo y siéntate - le dije aproximándolo al zócalo de un escaparate.

Me masculló algo acerca de que le dolía el brazo por culpa de un accidente con una moto. Efectivamente llevaba el antebrazo escayolado.

- Sí, ya veo que estás bastante mal. Siéntate aquí y toma un poco el aire. Que te hace falta.

Intentó sentarse sujetando el cable de unos auriculares y una pequeña mochila que llevaba balbuceando incoherencias. Le ayudé a girarse y, ya sentado, me miró con unos ojos sin casi pupila sonriendo mostrándome una dentadura amarilla y sucia. Tenía el pelo negro y lacio peinado con la raya al lado izquierdo y cayéndole levemente sobre la frente de su rostro redondo. Por un momento pensé en que el pantalón blanco que vestía se mancharía con la suciedad de aquella piedra. Como si la suciedad por fuera importara. Le dije:

- Cuídate. Solo tenemos una. Y se pasa. No la malgastes. Cuídate.

Y me fui.

DOs

Recuerdo hace ya algunos años una frase que oí sentado delante de una cerveza con martini. El camarero respondía a una pregunta previa de alguien:

- Sí. Sí lo és -

Y ante la nueva pregunta del aquel parroquiano remató mientras indiferentemente frotaba el mostrador con su trapo frente a mí.

- ¿Y que quieres? .... La Mierda no distingue.

Esa frase todavía rebota aún hoy tanto tiempo después en los muros de mi memoria como una sentencia. Una de las pequeñas o grandes piedras que me permitieron elevar un muro. Frontera donde dejar atrás ciertos pasajes del pasado.

Solo espero que con mi gesto - en otro círculo vital - yo también haya entregado una de ellas a aquel joven pues ahora, ya no las necesito. Y que quizá ahora sean ahora mis palabras las que resuenen en los suyos. Y que haya ya comenzado a labrar su propio muro.

Y comprenda.

lunes, 20 de diciembre de 2010

ELoisa

UNo

Se llamaba Eloisa.

Rondaría los sesenta por arriba. Una mujer menuda, de pelo castaño, gafas de montura metálicamente brillante y mirada inquieta. Siempre con su bolsa de la compra de tela a cuadros del brazo iendo y viniendo del mercado.

Un día entró en la tienda y compró dos mangos de escoba. Al día siguiente volvió y compró otros dos. Mangos de madera, sin barnizar, de los que tienen una rosca en la punta y una caperuza plástica al otro lado para colgarlos de un gancho. De los baratos. Y volvió, volvió y volvió durante toda la semana. Compraba uno, dos o tres, pagaba y se iba. Cuando nos dimos cuenta, había acabado las existencias para el mes ella sóla.

Durante unos días, dejó de aparecer, pero una mañana, al poco de abrir la tienda, apareció de nuevo.

- Buenos días, Eloisa.- le dije. - ¿Necesita algo?

Me miró y frunció los labios. Me quede callado a su frente esperando una respuesta y al cabo de un instante, levanté las cejas e hice un gesto con las manos animándola a responderme. Pero ella arrugó el entrecejo y miró a un lado y a otro. Entonces, en baja voz, me dijo:

- Sí. Necesito algo. Pero lo malo es que no lo recuerdo.

La respuesta me sorprendió.

- Bueno no se preocupe. Tomese su tiempo, que yo tengo que estar aquí todo el día - y añadí - ¿Sabe un truco que no falla? Haga que se va a marchar y diríjase hacia la puerta. En cuanto uno asoma a la calle, las ideas vienen de golpe asustadas de que se las olvide -

Sonreí abiertamente. Me caía bien esta señora siempre tan activa.

Pero ella siguió callada y me miró como si le estuviese hablando en una lengua extraña. Entró otro cliente. Me disculpé y le indique de nuevo que lo pensara con calma, que se diera una vuelta por la tienda mientras atendía. Pero no había acabado de hablar y ya se marchaba en silencio, con un extraño paso calmo y la mirada cabizbaja.

- Se ha enfadado - pensé mientras marchaba.

DOs

Pasaron días. O quizá fueran semanas. Ahora no sabría precisarlo. Pero un día entró de nuevo en la tienda. Compró algo, lo pagó y antes de que se fuera le pregunté sobre como se encontraba.

- Bien - me dijo - Pero mejor estaría si tuviera veinte años - y comenzó a reirse con aquella risa sonora y visual que dejaba entrever su dentadura dorada trozos.

- Si ,claro !! Veinte años ¡¡ Yo también firmaba. Demonio, ¿Donde está el contrato?- le contesté

Y ambos nos reimos en esa necesidad de juventud que todo aquel que mira para atrás comparte.

- Pero si eres un chaval, Alfred. ¿Que me estas diciendo? Mal de mí que ahora parece que nunca los he tenido. Pero yo también fui joven. ¡Ah! ¿No me crees?. Mira, mira.... -

Y abriendo la cartera, me enseñó una vieja foto. Tenía ese tono sepia irregular que el tiempo da a las fotos en blanco y negro. Había un joven de pelo corto vestido con una cazadora de cuero que posaba orgulloso y henchido sentado en una moto antigua con dos carteras de piel en los laterales y la matrícula pintada sobre el paso de rueda. A su lado una joven menuda de pelo corto con un vestido blanco sonreía apoyada en la moto. La mano izquierda de él asomaba por su cintura.

- Mira que guapa era. Este era el Avelino. La primera motocicleta del pueblo. Fue mi novio hasta lo de la guerra... -

Calló y cayó sumida en un mar de recuerdos que parecía brotarle por unos ojos que pronto se humedecieron.

- La juventud. La juventud es belleza, Alfred. Y salud. He de irme. Hasta otro día -

Y se marchó guardando aquella imagen en la cartera sin dejar que me despidiera. Con su bolsa de la compra a cuadros colgada del brazo.

TRes.

Algunos días después apareció en la puerta. Asomada, miraba hacia el interior escudriñándolo cuando la descubrí.

- Eloisa, Buenos días.¿ De vuelta ya del mercado? - le dije sonriente

- Chico.... ¿tu me conoces?

- Eloisa no me vacile, ¿Mal comerciante sería de no conocer a mis clientes favoritas? ¡¡Venga, entre!! Ahora mismo vuelvo y la atiendo que voy a hacer una fotocopias al quiosco de la esquina. Y si tiene prisa hable con cualquiera de los otros que seguro que la atienden igual o mejor que yo.

Y me marché. Tardaría diez minutos. Cuando volví había un extraño cuadro pintado en el comercio. Eloisa estaba sentada en un taburete que tenemos siempre presto por si alguien se indispone. A su alrededor algún cliente y dos dependientas. Una de de ellas agachada a su lado tomaba su mano. La anciana la miraba con gesto inexpresivo. Al verme entrar gritó:

- El, ha sido él !! El me ha dicho que entrara. Yo no quería. Sólo quiero irme a casa.

Antes de llegarme a ella, la compañera que la tenía de la mano se incorporó y tomándome del brazo me susurro.

- Esta señora está completamente desorientada. Y no sabe quien es. Hay que llamar a la policía .... o a una ambulancia.

Yo la miré y no recuerdo lo que le dije. Sólo sé que sentía que aquello me parecía una perfecta estupidez.

- Es la Sra. Eloisa. La conozco desde hace veinte años....

- Pue te digo que no sabe quien es.

- No puede ser. Déjame a mí hablarle.

Me dirigí hacia ella:

- Eloisa. Soy Alfred. ¿Pero que le pasa a toda esta gente que no hace mas que decir cosas raras? -

Una vez en un centro comercial a mi lado pasó un niño llorando llamando a su madre. Recuerdo que me agache y le pregunté que le pasaba. Aunque no me contestó, a todas luces estaba perdido. Le dije a mi hijo pequeño que lo cogiera de la mano, que ibamos a esperar a que apareciera la mamá de aquel niño. Él lo hizo y le tendió su mano tímida y comprensiva. Aquel niño la cogió y después me miró. Eloisa tenía la misma mirada en la cara, sólo que le faltaba una mano de niña para tomarla.

- ¿Tu me conoces? - me dijo

- Pero como no voy a conocerla, Eloisa. Si está Ud. harta de estar en esta tienda.

Ella miró a un lado y a otro. Echó su cuerpo atrás en el taburete y volvió a preguntarme:

- ¿Tu me conoces?

-¡¡Pues claro!! Si ya le dije antes que es Ud. una de mis clientas favoritas ...

- Pues dime donde vivo que no me acuerdo. Este sitio... este sitio me suena. Por eso decidí bajarme del autobús. Pero ahora no sé a donde ir. ¿Tu sabes donde vivo?

La verdad es que yo no lo sabía. Evidentemente era en el barrio pues la conocía de toda la vida. Pero no sabría llevarla a su casa. Ciertamente, estaba desorientada y perdida.

Fue entonces cuando se oyó otra voz que decía:

- !Eloi¡ ¿Eloi? ...¿Pero que haces aquí sentada Eloi? -

Una señora acababa de entrar por la puerta y se dirigía directamente hacia ella.

- ¿Tu me conoces? - preguntó de nuevo como una caja de música con el muelle cedido que sólo repite la última nota.

- ¿Conocerte? Harta de ti estoy. Acaso no estas viendo a la Marisa delante tuya, Eloisa. -

- ¿Y tu sabes donde vivo? -

- Pues que remedio. Como que vivo en la casa al lado de la tuya. Pero ¿estas un poco tonta tu esta mañana para venir con tanta pregunta? !Anda¡ dame la mano y vamos para casa que me parece que hoy no estas tú para muchas excursiones.

Y haciendome un gesto complice de rápido asentimiento con la cabeza la ayudó a levantarse de la banqueta y pasaron ambas por delante mío camino de la puerta.

Nunca más la vería.


EPílogo

Ultimamente me acuerdo de ella más de lo deseable. Sobre todo cuando le digo a mis hijos que cierren la ventana cuando quiero referirme a que cierren la puerta o les pregunto que quieren para desayunar cuando estoy preparando la merienda. O cuando lucho empecinadamente en recordar ese nombre que se afana en esconderse en los circunloquios de mi cabeza. Se que está ahí, de hecho lo siento, lo veo, pero no soy incapaz de nombrarlo.

Pienso entonces en todas las palabras vertidas. En todas las frases construidas entrelazando nudos para que algún días yazcan huerfanas y escondidas. Hasta que algún programa encargado de la limpieza de contenidos obsoletos elimine cargas eléctricas independientemente de el sentido que algún día tuvieran.

Y mi recuerdo se apague.