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domingo, 26 de diciembre de 2010

Los muros de la memoria

UNo

Era Octubre o Noviembre. En torno las tres de la tarde. Subía andando por la calle vacía de gente y de tráfico en esas horas en las que la ciudad se aletarga, cuando lo vi en la acera de enfrente, torcido de pie sobre el bordillo. A medida que me aproximaba luchaban cerebro y piernas. De ahí su escora. Su cabeza intentaba empujar a un cuerpo que en rebeldía se negaba a obedecer. Arbol sin raíces enfrentado a temporal.

Lo rebasé sin dejar de mirarlo discretamente y comencé a alejarme, pero a los diez pasos tuve que detenerme. Y me giré. El, había conseguido bajarse del bordillo y caminando vacilante sobre la calzada, llegó a la línea central. Esta era un obstáculo imposible de atravesar ya que, frente a ella, con un pie en alto, intentaba no pisarla: quizá la imaginaba electrificada.

Bajé la acera y me acerqué. Algún coche comenzaba a acercarse desde el final de la calle y tomándolo del brazo por debajo del codo lo animé a llegar hasta la otra orilla.

- Venga. Ven conmigo y siéntate - le dije aproximándolo al zócalo de un escaparate.

Me masculló algo acerca de que le dolía el brazo por culpa de un accidente con una moto. Efectivamente llevaba el antebrazo escayolado.

- Sí, ya veo que estás bastante mal. Siéntate aquí y toma un poco el aire. Que te hace falta.

Intentó sentarse sujetando el cable de unos auriculares y una pequeña mochila que llevaba balbuceando incoherencias. Le ayudé a girarse y, ya sentado, me miró con unos ojos sin casi pupila sonriendo mostrándome una dentadura amarilla y sucia. Tenía el pelo negro y lacio peinado con la raya al lado izquierdo y cayéndole levemente sobre la frente de su rostro redondo. Por un momento pensé en que el pantalón blanco que vestía se mancharía con la suciedad de aquella piedra. Como si la suciedad por fuera importara. Le dije:

- Cuídate. Solo tenemos una. Y se pasa. No la malgastes. Cuídate.

Y me fui.

DOs

Recuerdo hace ya algunos años una frase que oí sentado delante de una cerveza con martini. El camarero respondía a una pregunta previa de alguien:

- Sí. Sí lo és -

Y ante la nueva pregunta del aquel parroquiano remató mientras indiferentemente frotaba el mostrador con su trapo frente a mí.

- ¿Y que quieres? .... La Mierda no distingue.

Esa frase todavía rebota aún hoy tanto tiempo después en los muros de mi memoria como una sentencia. Una de las pequeñas o grandes piedras que me permitieron elevar un muro. Frontera donde dejar atrás ciertos pasajes del pasado.

Solo espero que con mi gesto - en otro círculo vital - yo también haya entregado una de ellas a aquel joven pues ahora, ya no las necesito. Y que quizá ahora sean ahora mis palabras las que resuenen en los suyos. Y que haya ya comenzado a labrar su propio muro.

Y comprenda.

lunes, 20 de diciembre de 2010

ELoisa

UNo

Se llamaba Eloisa.

Rondaría los sesenta por arriba. Una mujer menuda, de pelo castaño, gafas de montura metálicamente brillante y mirada inquieta. Siempre con su bolsa de la compra de tela a cuadros del brazo iendo y viniendo del mercado.

Un día entró en la tienda y compró dos mangos de escoba. Al día siguiente volvió y compró otros dos. Mangos de madera, sin barnizar, de los que tienen una rosca en la punta y una caperuza plástica al otro lado para colgarlos de un gancho. De los baratos. Y volvió, volvió y volvió durante toda la semana. Compraba uno, dos o tres, pagaba y se iba. Cuando nos dimos cuenta, había acabado las existencias para el mes ella sóla.

Durante unos días, dejó de aparecer, pero una mañana, al poco de abrir la tienda, apareció de nuevo.

- Buenos días, Eloisa.- le dije. - ¿Necesita algo?

Me miró y frunció los labios. Me quede callado a su frente esperando una respuesta y al cabo de un instante, levanté las cejas e hice un gesto con las manos animándola a responderme. Pero ella arrugó el entrecejo y miró a un lado y a otro. Entonces, en baja voz, me dijo:

- Sí. Necesito algo. Pero lo malo es que no lo recuerdo.

La respuesta me sorprendió.

- Bueno no se preocupe. Tomese su tiempo, que yo tengo que estar aquí todo el día - y añadí - ¿Sabe un truco que no falla? Haga que se va a marchar y diríjase hacia la puerta. En cuanto uno asoma a la calle, las ideas vienen de golpe asustadas de que se las olvide -

Sonreí abiertamente. Me caía bien esta señora siempre tan activa.

Pero ella siguió callada y me miró como si le estuviese hablando en una lengua extraña. Entró otro cliente. Me disculpé y le indique de nuevo que lo pensara con calma, que se diera una vuelta por la tienda mientras atendía. Pero no había acabado de hablar y ya se marchaba en silencio, con un extraño paso calmo y la mirada cabizbaja.

- Se ha enfadado - pensé mientras marchaba.

DOs

Pasaron días. O quizá fueran semanas. Ahora no sabría precisarlo. Pero un día entró de nuevo en la tienda. Compró algo, lo pagó y antes de que se fuera le pregunté sobre como se encontraba.

- Bien - me dijo - Pero mejor estaría si tuviera veinte años - y comenzó a reirse con aquella risa sonora y visual que dejaba entrever su dentadura dorada trozos.

- Si ,claro !! Veinte años ¡¡ Yo también firmaba. Demonio, ¿Donde está el contrato?- le contesté

Y ambos nos reimos en esa necesidad de juventud que todo aquel que mira para atrás comparte.

- Pero si eres un chaval, Alfred. ¿Que me estas diciendo? Mal de mí que ahora parece que nunca los he tenido. Pero yo también fui joven. ¡Ah! ¿No me crees?. Mira, mira.... -

Y abriendo la cartera, me enseñó una vieja foto. Tenía ese tono sepia irregular que el tiempo da a las fotos en blanco y negro. Había un joven de pelo corto vestido con una cazadora de cuero que posaba orgulloso y henchido sentado en una moto antigua con dos carteras de piel en los laterales y la matrícula pintada sobre el paso de rueda. A su lado una joven menuda de pelo corto con un vestido blanco sonreía apoyada en la moto. La mano izquierda de él asomaba por su cintura.

- Mira que guapa era. Este era el Avelino. La primera motocicleta del pueblo. Fue mi novio hasta lo de la guerra... -

Calló y cayó sumida en un mar de recuerdos que parecía brotarle por unos ojos que pronto se humedecieron.

- La juventud. La juventud es belleza, Alfred. Y salud. He de irme. Hasta otro día -

Y se marchó guardando aquella imagen en la cartera sin dejar que me despidiera. Con su bolsa de la compra a cuadros colgada del brazo.

TRes.

Algunos días después apareció en la puerta. Asomada, miraba hacia el interior escudriñándolo cuando la descubrí.

- Eloisa, Buenos días.¿ De vuelta ya del mercado? - le dije sonriente

- Chico.... ¿tu me conoces?

- Eloisa no me vacile, ¿Mal comerciante sería de no conocer a mis clientes favoritas? ¡¡Venga, entre!! Ahora mismo vuelvo y la atiendo que voy a hacer una fotocopias al quiosco de la esquina. Y si tiene prisa hable con cualquiera de los otros que seguro que la atienden igual o mejor que yo.

Y me marché. Tardaría diez minutos. Cuando volví había un extraño cuadro pintado en el comercio. Eloisa estaba sentada en un taburete que tenemos siempre presto por si alguien se indispone. A su alrededor algún cliente y dos dependientas. Una de de ellas agachada a su lado tomaba su mano. La anciana la miraba con gesto inexpresivo. Al verme entrar gritó:

- El, ha sido él !! El me ha dicho que entrara. Yo no quería. Sólo quiero irme a casa.

Antes de llegarme a ella, la compañera que la tenía de la mano se incorporó y tomándome del brazo me susurro.

- Esta señora está completamente desorientada. Y no sabe quien es. Hay que llamar a la policía .... o a una ambulancia.

Yo la miré y no recuerdo lo que le dije. Sólo sé que sentía que aquello me parecía una perfecta estupidez.

- Es la Sra. Eloisa. La conozco desde hace veinte años....

- Pue te digo que no sabe quien es.

- No puede ser. Déjame a mí hablarle.

Me dirigí hacia ella:

- Eloisa. Soy Alfred. ¿Pero que le pasa a toda esta gente que no hace mas que decir cosas raras? -

Una vez en un centro comercial a mi lado pasó un niño llorando llamando a su madre. Recuerdo que me agache y le pregunté que le pasaba. Aunque no me contestó, a todas luces estaba perdido. Le dije a mi hijo pequeño que lo cogiera de la mano, que ibamos a esperar a que apareciera la mamá de aquel niño. Él lo hizo y le tendió su mano tímida y comprensiva. Aquel niño la cogió y después me miró. Eloisa tenía la misma mirada en la cara, sólo que le faltaba una mano de niña para tomarla.

- ¿Tu me conoces? - me dijo

- Pero como no voy a conocerla, Eloisa. Si está Ud. harta de estar en esta tienda.

Ella miró a un lado y a otro. Echó su cuerpo atrás en el taburete y volvió a preguntarme:

- ¿Tu me conoces?

-¡¡Pues claro!! Si ya le dije antes que es Ud. una de mis clientas favoritas ...

- Pues dime donde vivo que no me acuerdo. Este sitio... este sitio me suena. Por eso decidí bajarme del autobús. Pero ahora no sé a donde ir. ¿Tu sabes donde vivo?

La verdad es que yo no lo sabía. Evidentemente era en el barrio pues la conocía de toda la vida. Pero no sabría llevarla a su casa. Ciertamente, estaba desorientada y perdida.

Fue entonces cuando se oyó otra voz que decía:

- !Eloi¡ ¿Eloi? ...¿Pero que haces aquí sentada Eloi? -

Una señora acababa de entrar por la puerta y se dirigía directamente hacia ella.

- ¿Tu me conoces? - preguntó de nuevo como una caja de música con el muelle cedido que sólo repite la última nota.

- ¿Conocerte? Harta de ti estoy. Acaso no estas viendo a la Marisa delante tuya, Eloisa. -

- ¿Y tu sabes donde vivo? -

- Pues que remedio. Como que vivo en la casa al lado de la tuya. Pero ¿estas un poco tonta tu esta mañana para venir con tanta pregunta? !Anda¡ dame la mano y vamos para casa que me parece que hoy no estas tú para muchas excursiones.

Y haciendome un gesto complice de rápido asentimiento con la cabeza la ayudó a levantarse de la banqueta y pasaron ambas por delante mío camino de la puerta.

Nunca más la vería.


EPílogo

Ultimamente me acuerdo de ella más de lo deseable. Sobre todo cuando le digo a mis hijos que cierren la ventana cuando quiero referirme a que cierren la puerta o les pregunto que quieren para desayunar cuando estoy preparando la merienda. O cuando lucho empecinadamente en recordar ese nombre que se afana en esconderse en los circunloquios de mi cabeza. Se que está ahí, de hecho lo siento, lo veo, pero no soy incapaz de nombrarlo.

Pienso entonces en todas las palabras vertidas. En todas las frases construidas entrelazando nudos para que algún días yazcan huerfanas y escondidas. Hasta que algún programa encargado de la limpieza de contenidos obsoletos elimine cargas eléctricas independientemente de el sentido que algún día tuvieran.

Y mi recuerdo se apague.

lunes, 29 de noviembre de 2010

15 de Enero

DOs

Llevaba algun tiempo buscando una casa para algún fin de semana. Nada espectacular. Solamente un refugio lo mas apartado posible donde entretenerse leyendo los días de lluvia y cortando la hierba en verano. Un sitio donde salir a pasear en soledad y tomar un café con los paisanos al margen de la vorágine diaria de la agencia. Por eso cuando leyó aquel anuncio sacó su movil y comprobó la localización de aquel pueblo. Podría ser perfecto. Concertó una entrevista con la agencia inmobiliaria y aprovecho un Sábado libre para reconocer el lugar y conocer la casa.

Era una planta baja de no más de ochenta metros construida en piedra y con un tejado que gozaba de ese impermeable tizne negro que dan los años y el liquen. Rodeándola, un terreno suavemente inclinado donde cohabitaban algún arbol y una hierba profusamente descuidada. Nada especialmente atrayente salvo por el lugar donde se encontraba. Situada en la parte alta de la ladera de un monte que iniciaba sus rampas mas escarpadas a escasos metros y que descendía hasta una meseta, circundada por cerros, que se abría hasta donde la vista podía alcanzar. Asomado a la parte inferior del muro que rodeaba la propiedad sintió la brisa fresca del verano incipiente y supo que aquel sería el sitio.

Contacto con un amigo arquitecto para tener una opinión fundada de su estado. Acudió con él otro día al lugar y tras su inspección éste le dijo:

- La estructura está perfecta. Quizá el tejado necesite algún pequeño parche pero nada de importancia. Esta casa o ha tenido poco uso o ha sido muy bien conservada. ¿El precio que me dijiste antes es firme?

- Es una primera oferta, pero creo que hay razonables posibilidades de apretarlo algo.

- Pues por su estado es una buena compra. Hablándo de lo que a mi parte se refiere, supongo que contarás con reformarla integramente por dentro, ¿no?

- Evidentemente. Mantendré el espíritu pero ... ¡no la voy a comprar para congelarme aquí cualquier noche! - Ambos rieron

- Solamente me preocupa si estás seguro de que este tan lejos.- continuó su amigo- ¿Porque no esperas un poco y vemos si aparece algo mas cerca? -

- Precisamente eso es lo que me gusta. Es como ... cruzar una frontera.

Aquel mismo día, apalabró la casa, extendiendo un cheque como señal.

TRes

En pocos meses pudo instalarse. Un buen día se encontró haciendo café y mirando hacia el horizonte a través de la ventana de la cocina. Aquel sitio era increíble. Era como convertirse en un naúfrago de fin de semana. Sin embargo, no había descuidado sus relaciones sociales aun tratándose de un pueblo de no más de trescientos habitantes. Las fuerzas vivas del lugar tenían conocimiento de su presencia: recien llegado se había presentado en el cuartel de la Guardia Civil para darse a conocer al sargento que lo comandaba y ya había pasado dos o tres veces por la cantina del pueblo a tomar café y charlar con el tabernero. Normalmente las gentes del rural son afables con el visitante y así se mostraron con él en la mayoría de las ocasiones. Pero había notado alguna mirada esquiva cuando les indicaba que él era el nuevo dueño de la vieja casa al lado de las escuelas públicas.

Las escuelas públicas. Así llamaban en el lugar a una destartalada edificación situada entre su nueva adquisición y el pueblo. Sabía que en algún momento albergó el colegio de la comarca cuando esta gozaba de pujanza económica por la ganadería que se traducía en retoños necesitados de aprendizaje. Pero ahora, abandonada a su suerte quizá por el declive de la cría de oveja, quizá por la emigración, quizá por ambas, luchaba por sostener las desvencijadas contras de las ventanas amarradas a sus muros.

A través de esas mismas contras fue las que, una noche, vio bailotear luces mientras oía voces juveniles traídas por el viento. Disfrutando del cielo nocturno, mientras se entretenía en descubrir estrellas, había oido algo parecido a cánticos infantiles. Extrañado, se asomó al muro y durante unos instantes vio el resplandor de lo que parecían linternas saltando dentro del viejo edificio. "Pues vaya sitio para hacer una fiesta" - pensó para sus adentros, y se recogió algo aterido por la brisa de la noche: el invierno comenzaba a dar sus primeros suspiros.

Al día siguiente, en la taberna mientras veía como unos vecinos del pueblo jugaban animada y ruidosamente al dominó y removiendo distraidamente su café con leche, comentó lo que había visto. El silencio siguiente, sólo cortado por la voz del comentarista deportivo en la radio, fue tan brusco que lo sobresaltó. A un lado y a otro todos quedaron quedos, estáticos, con la mirada perdida. Hasta el propio Camilo -dueño del bar- permaneció tieso con su trapo pegado a un vaso mirando al suelo. Uno de los jugadores levantó su cara, le busco los ojos y dijo:
"Ni es la primera, ni será la última vez que ocurre, visitante. ¡¡¡TRES DOBLE!!!" y con fuerza golpeo la mesa colocando una ficha.: "PLAC!"

Tan repentinamente como se habían ido, se reanudaron las conversaciones, Camilo retomó su trajín y volvieron cucharas, platos y tazas a bailar su danza. DirÍase que hasta parecía que fuera las hojas de los arboles de nuevo habían comenzado a agitarse.

CUatro

El 15 de Enero era Sábado. Hacía tres fines de semana que no se recogía en su refugio, pero ahora que la campaña navideña había terminado, era el momento para tomarse un par de dias de descanso. Tumbado en la sala disfrutaba del calor de la chimenea leyendo. Fuera, el frío había arreciado pero este invierno estaba resultando seco y las nieves solamente se habían presentado de forma ocasional un par de días. Decidió acostarse, pero antes salió a la leñera para dejar la chimenea cargada con un par de buenos troncos.

Mientras volvía hacia la puerta, volvió a oir aquellos cantos infantiles. Se dirigió a la parte inferior de la finca y aupándose sobre el muro oyó lo que parecía un coro acompasado de voces:

"Nana nana naaana, nana nana nananá, nana nana na naná, nana nana na na"

Acompañandolas unas lucernarias anaranjadas saltimbanqueaban de nuevo dentro del edificio abandonado.

"Esto no parece una fiesta" - pensó.

Entró en la casa y tomo algo de ropa de abrigo, cogió su linterna y comenzó a andar en dirección hacia las ruinas. A medida que se acercaba pudo ver con mas claridad las luces jugueteando tras las contras: por la rapidez con la que se desplazaban parecía como si se estuviesen lanzando teas encendidas entre dos malabaristas. El canto se hizo mas definido, mas coherente.

"Siete por uno es siete, siete por dos catorce, siete por tres ventiuno,...."

"No es posible. Son niños.... ¿Niños a esta hora?¿Cantando la tabla del siete...? ¡¡ Pero que majadería es esta !!

Llego a una de las ventanas y golpeó la contraventana con la linterna mientras gritaba:

"¿Quien esta ahí dentro? ¡Oigan! ¿Quien está ahí dentro?"

De inmediato se hizo el silencio. Desaparecieron las luces. Se encontró sumido en la oscuridad alumbrando una agrietada contraventana de madera con la pálida luz de su linterna en medio de la noche. Comenzó a sentir frío.

- HhhhhhhhhhaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaahhhhhhhH -

Un aliento gélido lo atravesó como si su piel se hubiese evaporado y toda su carne hubiese quedado desnuda a la intemperie. Se sintió congelado en un instante, frío por dentro.
El pecho y las sienes comenzaron a oprimirle. Sintió miedo. Mucho miedo. Y comenzó a correr trompicándose en la pobre penumbra de su linterna.

Tras unos minutos, con las piernas arañadas por los tojos se detuvo y se giró. Tras de sí solo oscuridad, ante sí solo oscuridad. Y nieve.

- "¿Nieve?"

Movió la linterna y su escaso foco le descubrio un paraje helado. No era posible. Cuando había abandonado la casa todo estaba seco a su alrederdor y ahora solo era capaz de ver una blanca extensión ante sí y sentir un frío viento como si estuviera en medio de la noche desnudo envuelto en gasas. Tenía que regresar, tenía que encontrar la casa. En cuanto lo hiciera, podría calentarse al lado de esa chimenea para la que había salido a coger leña ....

EPilogo

En el cuartelillo de la Guardia Civil se recibó la llamada el Lunes a media mañana. La secretaria del Sr. Ventura se interesaba por la posibilidad de que se desplazaran a su casa a fin de comprobar si se encontraba en ella ya que no habían conseguido contactar con él durante la mañana, ni tenían referencia de su paradero. La patrulla de desplazó hasta la casa e informó de que la había encontrado cerrada y aparetemente vacía. Ante la falta de noticias, el Martes, decidieron forzar la entrada y encontraron evidencias razonables de que había sido abandonada por alguna circunstancia sin determinar. Se formó un grupo de búsqueda para localizar al desaparecido. Por la tarde, encontraron su cadaver en el monte.

La explicación oficial fue que se había perdido durante una excursión nocturna y había muerto de hipotermia. Los forenses determinaron que los multiples arañazos en piernas y brazos, fueron provocados por una carrera medio de las plantas silvestres. Mas tarde se supo que su rostro presentaba un rictus de terror tal ,que tenía la mandíbula desencajada.

En el pueblo, los lugareños se mantuvieron a distancia mientras introducían aquella bolsa negra sobre una camilla dentro del coche fúnebre. Serios y silencio. Entonces alguien dijo:

"Ni es la primera, ni será la última vez que ocurre"

UNo

Aquel invierno estaba siendo frío. Pero no nevaba. Como era habitual los chavales se habían desplazado hasta la escuela envueltos en sus bufandas y apretados dentro de sus abrigos. En algún caso, andando los cuatro kilometros que separaban su casa de la escuela. Pero todos ellos sabían que al día siguiente la vara del maestro, las hostias de su padre o las zurras de la madre le esperaban de no hacerlo.

No serían mas de las diez cuando comenzó a nevar. El cielo estaba negro como el mar y el frío había arreciado como nunca se había visto por aquellos parajes. En media hora todo sendero se volvió intransitable.

El profesor maldecía su mala suerte. Tenía su casa a cinco minutos y una escuela llena de retoños acogotados por el frío a su alrededor. Miró por la ventana y pensó en la botella de licor en la cocina. No era la primera vez que ocurría, ni sería la última. Los críos de los pueblos más alejados pasarían la tarde e incluso la noche protegidos en la escuela. Agua no les faltaría y el podría acercarles alguna cosa para comer por la tarde. Mandó encender la estufa. Los mayores cogieron la leña previamente cortada de una estancias adyacente al aula y en medio del jolgorio general, procedieron a prendelrla.

- "¡¡Silencio!!.... ¡¡Silencio!!, he dicho!" - Calló el ruido quedando un sólo un suave murmullo de fondo.

- A ver, Genaro, Ramiro, prended la estufa. ¡¡El resto!! La tabla del siete.

Siguió pensando en la botella mientras el soniquete infantil comenzaba a retumbar por la paredes. A cabo de un rato se dirigió a los dos mayores :

-"Aseguraos que la estufa siga encendida. Me acercaré hasta mi casa a buscar algo para que comais al mediodía y vendré de vuelta a lo sumo en una hora. Que nadie me falle el siete por seis cuando vuelva. ¿De acuerdo?" - dijo con gesto inquisidor

Genaro y Ramiro asintieron. Bien sabían de que pie cojeaba el maestro y que no volverían a verlo bien pasadas tres o cuatro horas. Abandonó la escuela envuelto en el viento y la nieve y mientras se alejaba, poco a poco se apagaban en sus oidos los cantos infantiles

"Siete por uno es siete, siete por dos catorce, siete por tres ventiuno,...."

Cuando se depertó eran por la tarde. "¿Cuanto llevaba durmiendo?". Se levantó dando tumbos con el cerebro embotado por el licor y recordó los niños en la escuela. Maldijo su suerte. Con agua fría aclaró sus ideas y miró fuera por la ventana. La nevada había sido muy intensa. Demasiado. Nunca había visto nada igual en los catorce años que llevaba en el pueblo. Pero tenía que llegar hasta ellos antes de que alguno de los padres pudiera llegarse hasta las escuelas.

Salio de la casa y comenzó a andar embotado por el frio y la resaca en medio de la nieve. Él, que había dado clases en los mejores colegios de la capital, ahora tenía que verse abocado a repartir su sapiencia entre esta turba de gañanes ignorantes. No había uno solo medianamente destacable entre todos ellos. "!Patanes¡"

A medida que se acercaba observó que reinaba un extraño silencio en la escuela. Además, el viento, había doblado la chimenea de la estufa. Se paró. No oía nada. Era imposible que los niños hubiesen salido y era imposible que los hubiesen ido a buscar. Por tanto, aquel silencio, sólo podía ser fruto de que estuvieran durmiendo. ¿Durmiendo?

A duras penas abrió la puerta. Apuró el paso a través del pasillo y entró gritando:

- !Buenas tardes¡ ¿Que es lo que ocurre aquí?

Ante él, en el suelo, sobre las sillas, sobre los pupitres, yacián los cuerpos de sus alumnos. Parecían dormidos, pero cuando intentó despertar a alguno de de ellos, ninguno reaccionó. Buscó a los mayores para obtener alguna explicación. Vio la vieja estufa que mantenía aún sus brasas y a uno de ellos con un trozo de leña en las manos. Comenzó a sentirse mareado, pero consiguió salir de nuevo al exterior. Mientras inhalaba el frio aire puro del exterior vio de nuevo el doblado tubo de la chimenea de la estufa. Y comprendió.

Con un alarido comenzó a correr despavorido sobre la nieve mientras aquellas voces que había oido por ultima vez resonaban en su cabeza:

"Siete por uno es siete, siete por dos catorce, siete por tres ventiuno,...."

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Ella

La vio desde el quicio de la puerta durante un instante. Dormía apretujada bajo la manta. Con cuidado apago la luz del pasillo y entró en la cocina. Se calentó algo para desayunar y salió a la calle a hacer la compra. Tenía la lista preparada desde el día anterior.

Mientras caminaba por la calle repasó mentalmente: Aceite, maiz, filetes, agua mineral, yogures... de vainilla....¿De vainilla? No, no, no. Nada de vainilla. Ella odiaba la vainilla. Siempre decía que eran mejor los naturales. "Llogures de natural" como los llamaba. Los endulzaba con azucar y a él le parecían intragables, pero de nuevo serían naturales. Era lo que había. Completó su recorrido por el supermercado, pagó y se dirigió a casa cargando su sus dos bolsas.

Ya se había levantado y trajinaba por la la casa.

- Ayudame con la cama - le dijo por saludo.

Uno a un lado y otro al otro. Cien centimetros que eran cien kilometros. Le pasó los cojines mientras los colocaba escrupulosamente en ese su orden absolutamente inescrutable para él. Volvió a la cocina y comenzó a vaciar la bolsa. Se acercó y comenzó a colocar alguna de las cosas.

- Miguel, te he dicho cientos de veces que no compres este maiz. Es muy caro.

- Lo sé. Pero es que ...

- ¿Pero es que qué?. Tu crees que el dinero nos sobra. Es caro: es el más caro.

- Pero Julia, tenían un tres por dos. Esta vez me he llevado la calculadora y salían mas baratos que los que compro siempre.

-¡Pero a mi no me gusta!

Con aquello no contaba. Siempre había algo con lo que no contaba.

- A mi me gusta el maiz del bote verde.- continuó-. Sabes que este del bote amarillo me parece mas rancio.

- ¿Estas segura? Es la primera vez que me dices esto.

Ella lo miro con el mismo rechazo con el que miraría a un ciempies que le subiese por la pierna en el ascensor.

- No me haces ni caso. No me escuchas. No me oyes. Para ti no existo. Es como vivir con una mesa.

Se marchó dando un portazo. El quedó viendo los botes de maiz. Hacía tiempo que ya no estaba seguro de nada. Colocó los botes con cuidado en las alacenas, plegó las bolsas de plástico, las guardó bajo el fregadero y se sentó en la mesa de la cocina.

Estaba convencido. Nunca antes le había dicho nada acerca de que no le gustara aquel maiz. Sí habían hablado de que había una marca más económica, pero esta vez con la oferta, el amarillo salía más barato. Cogió su cartera y sacó el ticket. Rebuscó y encontró otro anterior. Cogió la calculadora de su cazadora y calculó el precio final de ambos. Lo sabía, estaba seguro. Había comprado mas barato. Se levantó y fué en busca de su pareja. La encontro en el salón viendo la tele.

- Julia.....

- Que pasa.

Sintió que su voz se agarrotaba como si se hubiese tragado un corcho. Ella apartó la mirada del televisor y la clavó en él con un mohín de disgusto.

- Que co-ño pa-sa.

Tragó el tapón a duras penas e inspiró.

- Oyeme, puedo ir y cambiarlos. Es una conserva y no creo que me pongan ninguna pega en el super. Mañana traigo los del bote verde.

En la televisión discutían sobre un faranduleo. Todos cotorreando encendidamente sobre algo que posiblemente desconocían.

- Mañana los traigo, vale. No te enfades.

- Haz lo que quieras. Siempre lo haces.

El volvió a la cocina. Sus ojos se clavaron en las tres latas. No. Esta vez, no. Sabía a buen seguro como sería el resto del día. Quizá el resto de la semana. Ella continuaría despreciandolo en cada encuentro y él seguiría arrastrandose por los rincones hasta que el huracán amanaira. Y después vendría un temporal de otro color. Como el día que le compró unos bombones.

- ¡Bombones! ¿Bombones?. Te gastas el dinero en unos bombones cuando perfectamente me podrías haber comprado unos pendientes o un anillo. De los de bisutería, ¡claro! De sobra te conozco y de sobra sé que nunca invertirías nuestro dinero en una joya que mereciera la pena... pero ¿bombones?...... Tú, eres gilipollas.

Por un instante él tuvo la intención de tirarlos a la basura. Mejor aun, abrir la ventana y lanzar la caja volando sobre la calle. La imaginó girando en el aire, lanzando su carga envuelta en papeles de celofán rojo como un lluvia sobre los viandantes. Pero no lo hizo. Los dejó sobre la encimera de la cocina. Mas tarde, ante su gesto de sorpresa cuando la vió comiéndose uno, ella le espetó:

- No pretenderás ahora que se pudran ¿no? Habrá que comerlos. Pero son un sandez - y comenzó a abrir otro.

Antes todo era distinto. Al menos cuando tenía trabajo se sentía necesario. Y de vez en cuando eran felices como en aquel fin de semana en el balneario. Recordaba su cara placentera en los chorros del hidromasaje y su sonrisa durante la cena. Pero ahora todo era medir las distancias para no dar un paso dentro de una factura impagada. Desde que la empresa había cerrado pasaban la mayor parte del día juntos y ella solía enrocarse en conversaciones sobre los agravios que le cometía la vecina del cuarto cuando se encontraban en el ascensor. Mientras, su cabeza huía perdida en inútiles espirales de pensamientos grises.

No. Esta vez, no. Recordó la caja de bombones girando en el aire y tomó las latas de maiz. Salió al pasillo. Al pasar por delante de salón, se paró viéndola frente al televisor. Ella tenía el ceño fruncido. Sin mirarlo, se levantó y cerró la puerta. El quedó en penumbra frente a una cerrada vieja puerta de ocre castaño. Comenzó a sonreir.

Entró en la habitación del fondo. La que daba a la calle. Con cuidado de no hacer ruido, abrió la ventana. Demasiado cerca del suelo. Volvió sobre sus pasos y, ya en la puerta, recordó que había dejado la ventana abierta. La sonrisa, se torno en risa. No, esta vez, no. Esta vez no la cerraría.

Salio a la escalera, llamó al ascensor y llegó a la terraza. Era curioso lo fresco que podía llegar a ser el aire de la mañana. Se lo imaginó entrando por la ventana y enfriando la casa. Una oxigenada fría niebla transparente que renovaría el ambiente y envolvería el salón en cuanto abriera la puerta. Ella no lo soportaba. Volvió a reir.

Colocó los tres botes de maiz sobre el borde de la terraza y se asomó. Sí, aquí había altura suficiente. Miró a su alrededor y vió una caja plástica de las que se usan en los bares para las botellas de cerveza que algún vecino había dejado allí abandonada en una juerga nocturna de verano. La acercó y, apoyándose sobre ella, subio al borde. El aire fresco seguía inundando sus pulmones. Inspiro profundamente con los ojos cerrados. Y saltó.

Mientras caía, abrazado a las latas de maiz, se sintió libre.

Al fin.

martes, 19 de octubre de 2010

Rosas

" Por cierto, caballero ¿quiere usted conocer una historia? "

UNo

El joven intercambió unas palabras con su padre. Se levantó, ajustó la casaca de su uniforme y se dirigió hacia la otra mesa.

- Señor, me gustaría solicitar su permiso para invitar a su hija al próximo baile.

Este se atusó el bigote y miró a su esposa. Después inclinó levemente su cabeza mirando al caballero a su frente mientras decía:

- Rodolfo, no puedo negarle la alegría que me suscita su petición. Sea entonces, cuenta Ud. con mi beneplácito.

El joven henchió su pecho. Saludo marcialmente, y se dirigió a un grupo de jovencitas que bullía en un lateral del salón. A medida que se acercaba, relajó su gesto convirtiendolo en una sonrisa. Al aproximarse, ellas callaron, observándolo con una mezcla de nerviosa curiosidad y azoramiento.

Tendió su mano a una de ellas y dijo:

- Señorita Marina, ¿me otorgaría la distinción de compartir conmigo la próxima pieza?

Ella miró a sus padres. El sonreía. Su madre asintió. Se incorporó holgandose la falda de su vestido y dijo:

- Encantada caballero. Será un placer. - Y tomó su mano.

Ambos se dirigieron a un margen de la pista. Varias parejas de diversas edades giraban acompasadamente a los sones de la orquesta. Situados uno frente a otro, él la tomo del talle, ella pasó la mano sobre su hombro y comenzaron a bailar.

Continuaba sonriendo mientras la miraba. Desde que ya hacía varios meses había regresado a la ciudad y la había conocido, no había podido dejar de pensar en ella. Su padre, comandante de la base militar, mantenía estrechos lazos tanto comerciales como personales con el de ella, negociante de telas y suministrador del ejército. Habían sido presentados en un encuentro casual durante un paseo y, desde aquel momento, no había podido apartar de su mente aquella dulce mirada que ahora tenía frente a si.

- ¿Esta Ud. cómoda?

- Por supuesto. Baila maravillosamente, caballero.

La joven de tez sonrosada y ojos castaños de forma natural sabía que algo acababa de cambiar. Aquel pretendiente, era distinto. Su contacto era terriblemente agradable y no tenía la necesidad de mantener la distancia con unos brazos rígidos. Mas bien al contrario, prefería balancearse sintiendo su cercanía. Aquel joven era su par. En aquel momento, en aquel instante, había dejado de ser una niña.

Después, vinieron los largos paseos, primero supervisados por la presencia de algún adulto y posteriormente con sus primas que, convenientemente por ella aleccionadas, siempre le permitían una pequeño margen en el que surgíría una caricia o un roce de manos.

Aquel verano fue largo y caluroso. El rosal frente a su casa floreció y todas la tardes, bajo él, se despedían con la firme promesa de reencontrase al día siguiente. Día tras día se conocieron y se comprendieron, ambos con sus proyectos de futuro que ahora sólo concebían juntos, entrecortados de risas y silencios, de miradas y sentimientos.

Fue entonces cuando se produjo la sublevación en las colonias. Rodolfo fue destinado a ultramar. Cuando se lo dijo, Marina sintió una angustia como jamás había sentido. Tres años era un abismo de tiempo separados, pero padre ya había decidido: No había camino más digno para un oficial que ascender sirviendo. Bajo el rosal florecido, arrancó dos petalos de una rosa y los guardo en su cartera.

- Me protegerán y recordarán a ti en los malos momentos, Marina. Cuando tengas dudas, mira a este rosal en verano. Mi añoranza por tí hará brotar cada pétalo y cuanto mas bruñida la flor, más habrá crecido mi amor ese día. Esperame y seremos uno.

DOs

La primera carta llego un Martes. En cuanto la bocina del paquebote anunció su inminente atraque, las primas de Marina salieron hacia puerto con la intención de comprobar si había correspondencia para ésta. Poco más de una hora después llegaron a su casa sonrojadas por la prisa portando un manido sobre blanco con su nombre en el frente. Ella las espero nerviosamente sentada en el banco del patio y antes de abrirlo, muy a su pesar, les pidió un momento de intimidad para beber a solas aquellas letras que hablaban de lejanía, soledad, intemperie y añoranza. Lloró de amor sobre las dos páginas manuscritas sintiendo fuego en el pecho al ver aquellas letras y de nuevo lloró con ellas, haciéndolas partícipes de sus emociones.

En los meses siguientes se siguieron recibiendo regularmente las misivas de Rodolfo. Aunque el resto del mundo siguiese girando con habitual normalidad, en ese momento previo a la vista de su letra, tras rasgar el sobre, seguía sintiendose envuelta en una nube de menta. La lectura de sus pensamientos traídos desde tan incontables kilometros le hacía sentirlo tan cercano que adivinaba sus sentimientos en el trazo de cada vocal. Guardaba celosamente cada carta y a menudo recurría a ellas para evocar su presencia, sentada bajo aquel banco del patio.

Las noticias de colonias poco a poco dejaron de ser nada halagueñas. La rebelión crecía y, aunque en su casa procuraba evitarse la cuestión, ella había captado retazos de conversaciones en las que se manifestaba la preocupación por la soberanía en aquellos territorios. Y por sus ocupantes. Poco a poco la correspondencia fue espaciándose. Entre carta y carta transcurría mas tiempo y cada vez más sentía que el joven destilaba su incertidumbre por los acontecimientos y su deseo de vuelta, aunque solo intentara que se transmitiera su deseo de volver a verla y el ansia de que lo esperara.

Pasados cuatro meses sin tener noticias suyas instó a madre a que acudiera a su casa recabar información. Esta, tras una larga conversación con su padre acerca de la conveniencia de ese gesto, acudió. A su regreso, la llamó al salón.

Cuando entró y vio su semblante serio, supo que no era portadora de buenas nuevas. La oyó en silencio mientras le narraba las desdichas ocurridas al otro lado del oceáno, aquel lugar donde se perdían hombres defendiendo una tierra que les era desconocida. Una tierra donde su Rodolfo había desaparecido hacía ya algunos meses. La familia mas cercana, ya vestía luto, asumiendo su muerte.

Ella, se levantó en silencio. Ignoró las llamadas y se dirigió al patio. Allí, bajo el rosal, mantuvo un amargo silencio mientras se desmoronaba por dentro. Su madre la dejó sola durante un rato observándola tras las cortinas y después, compartió con ella su dolor abrazadas bajo aquel rosal que había sido testigo de su primer amor. Intentó consolarla con palabras y gestos de cariño, hablándole del futuro, de como el tiempo crearía cicatrices sobre las heridas del alma y como a pesar de que todo pareciera aciago en esta noche, mañana el sol saldría de nuevo. La emplazó para que los próximos días acudieran a presentar sus condolencias a los padres de Rodolfo y después, la acompaño hasta su dormitorio, donde la ayudó a acostarse y permaneció con ella hasta que el sueño venció a sus llantos. La despidió con un beso y la miró desde el umbral de la puerta antes de cerrarla.

Era la última vez que la vería con vida.


TRes.

A la mañana siguiente fue a despertarla a su cuarto. Encontró sólo una fría cama deshecha. Salió al pasillo llamándola pero no obtubo respuesta. Su esposo, sobresaltado, acudió y entre ambos recorrieron todas las habitaciones sin resultado. Al salir al patio encontraron que las flores del rosal habían sido cortadas; sobre el banco aun permanecía todavía la tijera y la vieja verja estaba abierta. Se había marchado.

Se vistieron apresuradamente y mientras ella acudía a la cercana casa de las primas de Marina, él se dirigió a la de los padres de Rodolfo. En ningún caso tuvieron éxito. Decidieron organizar una pequeña batida por los alrededores y dar parte a las autoridades. En ello estaban, cuando llego el rumor de lo acontecido en el puerto: había sido encontrado el cadaver de una joven flotando en el mar. A su alrededor, gran cantidad de rosas.

El padre de Marina llegó al puerto corriendo, descamisado y con el rostro desencajado por la certeza de aquello que sabía sin ver. Se desplomó sobre los adoquines cuando le mostraron el frío rictus de su hija muerta. Fueron sus hermanos los encargados de llevarlo de vuelta a su casa y confirmar la noticia a su esposa. A medida que se extendió por la ciudad, se hizo un espeso silencio en el que sólo cabían los pensamientos. Algunos cirios anónimos se encendieron esa noche velando a los dos amantes allá donde estuvieran.

Durante un tiempo aquella casa suscitó el mismo respetuoso silencio para aquellos que transitaban en su cercanía. Este, dió paso al murmullo y finalmente, de nuevo la sonora vida retomó su camino. Sin embargo, la madre de Marina no olvidaba. Con la ayuda de sus sobrinas, dedicó todo su afecto y esfuerzo al maltrecho rosal. Su objetivo era que renaciera para perpetuar el recuerdo de su hija. Al año siguiente, floreció esplendido como nunca lo había hecho. Su rosas brotaban por doquier y parecía que cada uno de sus petalos estuviera hecho de brillante tercipelo húmedo. Pero sus flores, antes de insolente rojo carmesí ahora ..... eran blancas.

A nadie en la vecindad pasó desapercibido el sucedido. De boca en boca corrió la voz de lo ocurrido y el recuerdo y su consecuencia, hizo que docenas de personas acudieran a su proximidad a ver el portento. Alguno pidiendo a sus propietarios una flor como símbolo de un amor imperecedero.

En los años siguientes, las parejas jóvenes acostumbraron a formular su firme promesa bajo aquella planta. Dice la leyenda, que quien promete amor bajo las flores de este rosal se compromete mas allá de todo compromiso. Al igual que quien lo acepta.

EPílogo

Durante meses había realizado aquel trayecto para llevar a sus hijos al colegio sin prestarle atención. Lo prefería frente a la calle principal ya que en esta el ruido del tráfico le resultaba muy molesto. Difícilmente podía oir los avatares diarios que le contaban sus retoños con sus voces aplastadas por bocinas y motores. Sin embargo aquel camino, aunque más largo, solo le exigía salir cinco minutos antes de casa a cambio de tranformar un quehacer diario en un paseo.

A la vuelta se fijó en él. Blanco y verde. Florecido. Sin lugar a dudas era una explosión de vida y color vegetal que dificilmente podría verse en otro lugar de la ciudad. Aquellas viejas casas de momento resitían el embate urbanístico como los rescoldos de una hoguera latente y eran uno de los motivos por los que tanto le gustaba aquella ruta. Ancianas de otra época arrinconadas bajo tejados abombados y paredes multicolores.

Ella abrió la puerta y descendió la escalera apoyándose en el pasamanos. Tomo la regadera y se dirigió hacia su frondosa planta. Las rosas necesitaban regadío temprano, tierra mojada por la mañana, en este inusualmente caluroso verano. No recordaba otro como aquel.

Vio entonces a aquel hombre observando. Mientras repartía el agua, él se dirigió a ella y le pidió una flor para regalar a su pareja. Ella sonrió y dijo:

- Por supuesto, joven. Muchas parejas conoce este rosal. Espere, tome estas y pongalas pronto en agua. Verá que hermosas están mañana. Y más pasado. Después quizá ellas se marchiten, pero si su promesa es verdadera, no le ocurrirá lo mismo.

Mientras cortaba dos bellos capullos de rosa blanca, preguntó:

- Por cierto, caballero ¿quiere usted conocer una historia?

Como ella me la contó, yo la transcribo.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Trascendencia

Tengo la sensación de que necesito que cada frase disponga de una transcendecia tal que haga que se me recuerde por cada una de sus palabras.

Sin embargo, cada una de ellas, sólo es otra piedra lanzada a un mar tan vasto que su chapoteo no será más que simple pestañeo de estrella esta noche sobre mí. Y sus circulos se extenderan nocturnos y anónimos destruidos por las olas de la marejada.

Ah! ¿Pero que ocurre cuando miras al cielo y ves ese tililar? ¿No adquiere entonces una dimensión distinta? ¿No es como si ese guiño fuese a ti dirigido?

Entonces, quizá, es posible .... Mis palabras, sílabas unidas formando todos mínimamente coherentes, ¿podrían adquirir una vida propia y reflejar algo compartido en este instante?

Lo dudo. Descompuestas no son mas que letras. Y compuestas meros conceptos. O definiciones. No hay manera de que pueda hacer que ese bullicio interior, en mi, ahora, en este momento, llege a tí cuando me leas. No es posible.

Confusión, recuerdo, traición, silencio, mentira, remordimiento. Pero también paz, convivencia, mitad, completo y gracias. Y no por ello tu habrías de entenderme. Ni perdonarme.

Quizá algún día, en algún momento, crucemos alguna mirada y entonces, pueda decirte mi rostro lo que mis palabras no pueden.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Naranjas

UNo

Decidió cerrar los ojos un instante. Sólo sería un breve momento y volvería a abrirlos. Cuando se preguntaba porque seguía manteniendo abierto su pequeño colmado siempre se respondía inmediatamente en que invertiría su tiempo de no hacerlo. No se trataba de una cuestión económica ya que lo que vendía a veces no llegaba para recomprar aquellos productos que caducaban encontrados en una sus revisiones diarias de las fechas de los artículos en venta. Como si no supiera que a los cuatro cartones de leche aun le quedaban tres semanas. Pero los reveía todas las mañanas antes de abrir no fuese que su memoria le jugase una mala pasada.

Por eso su afán en no tener nada perecedero. Excepto las naranjas. Las naranjas siempre debían estar bien presentes en la entrada. Apiladas y limpias, desafiando el plomo que los tubos de escape vertían hora sí y hora también durante todo el día. Mucho había debatido con Efigenia sobre la necesidad de tener naranjas en la tienda.

- Cariño, si las naranjas se ven bien pulidas en la entrada, cualquiera confiará en que todo lo otro que está dentro esté en buen estado. Es una cuestión de marquetín.

- Marquetín sí - decía ella - Media docena a la basura cada Sábado para reponerla el Lunes. ¿Pero no te das cuenta que es tirar el dinero?

- ¡Que sabrás tú de la tienda! - sentenció aquel día.

Cuanto la echaba de menos. Las horas con ella sin saber muy bien como se hacían de cuarenta minutos. Aun podía verla remendando medias y haciendo composturas sentada en una silla fuera del mostrador. Aquellos arreglillos de modista aficionada les proporcionaban unos dineritos adicionales con los que alguna vez se habían permitido algún lujo. Una vez habían ido al cine. Pero no al ya cerrado cine del barrio. No, nada de eso. A una de esas nuevas salas que había montado una multinacional en el centro. La pantalla era tan grande y el sonido tan abrumador que ambos dieron un respingo cuando empezó la proyección y ella tuvo que pedirle que soltara su mano de lo fuerte que se la apretó. Era una historia de un señor con mucho dinero que conocía a una chica muy guapa y que al final se casaban. Se lo contó ella porque él acabó placidamente dormido arropado por la oscuridad en aquél asiento tan cómodo. Después, tomaron dos infusiones en una cafetería de la plaza viendo como los adolescentes revoloteaban en torno a la fuente intercambiando alguna sonrisa cómplice sobre el pasado. Y marcharon a casa. En cama, dentro de esos pensamientos incoherentes que produce el desvelo, intentó cuadrar sus cuentas para colocar dos pilas de cajas de brillantes naranjas a ambos lados de la entrada de la tienda. Un instante antes de dormirse, sonriendo, se imaginó entrando por un pasillo custodiado por columnatas de fruta: peras, manzanas, melocotones y finalmente, una cascada de naranjas y mandarinas surgíendo de una fuente.

Pero ahora ella ya no estaba y día tras días asumía una rutina que le permitía no recordarla ya que le era imposible olvidarla. Medio ser humano encerrado entre botes de tomate frito y chorizos. Estaba tan cansado. Por eso cerró los ojos un instante, sentado tras el mostrador, con su mandilón blanco de bolígrafo azul en el bolsillo y con la libreta de las cuentas abierta.

DOs

Ella subía todas las mañanas de llevar a sus dos hijos al colegio y todas ellas pasaba frente la puerta de su tienda. Nunca había entrado pues era un lugar pequeño y mal iluminado. Se había fijado cuando bajaba y sabía que dentro había un mostrador de madera y un viejo sentado, rodeado de productos en conserva, pastillas de jabón y alguna botella de licor. Un par de veces había visto alguna clienta y siempre se preguntaba como alguien podía atraverse ya no a entrar, sino a comprar algo en aquel sitio. Sin embargo, debía reconocer que las naranjas de la puerta tenían un aspecto exquisito.Tanto era así que, aquel día, decidió pararse y rebuscar en su monedero por si había alguna moneda perdida que le permitiera regalarle a sus retoños un zumo aquella tarde. Pero no la había. Lo sabía, pero siempre que lo abría, tenía la confianza infantil de encontrar dentro de algún departamento poco usado algún billete rezagado como aquella vez que encontró diez euros dentro de un sobre en un cajón haciendo limpieza.

Se asomó a la entrada. En el interior, medio en penumbra, un anciano calvo dormitaba con la boca abierta y la cabeza ladeada sobre el hombro derecho. Las naranjas estaban expuestas dentro de una caja de madera inclinada, colocada sobre otra, en un margen de la puerta. El corazón comenzó a latirle fuerte. Tragando saliva, cogió tres y comenzó a alejarse. Se detuvo y volvió sus pasos para depositar una de ellas de nuevo en la caja: dos serían suficientes. Con el paso rápido y corto del ladrón, marchó de allí mientras guardaba su trofeo en los bolsillos.

TRes

Una bocina lo sacó de su ensueño: ¡¡Damián¡¡ Ultimamente le pasaba mas a menudo de lo deseable y no era nada comercial: cualquier cliente pensaría que allí no entraba nadie. Se encontró de nuevo sólo y penumbroso. Sentado tras el mostrador con una silla vacía frente a él del otro lado. En ese instante lúcido de silencio tras el despertar, lo comprendió todo. Para que engañarse. Había llegado el momento de bajar la persiana definitivamente y dejar que el tiempo y la soledad lo consumieran.

Se levantó despacio de su taburete y miró a su alrededor. El peluche del suavizante le sonrió con la misma sonrisa descolorida de todos los días y asumió que finalmente su tiempo había pasado. Era inútil continuar aquella pantomima. Durante muchos años, todo le estorbó mientras dedicaba su energía vital a aquel mísero negocio sin ver donde estaba el verdadero sentido de su existencia. Ahora, cuando ya estaba sólo, rebuscaba por los cajones de su alma para encontrar aquello que no volvería ya.

Retiró las cartulinas que había a los lados de la entrada donde había rotulado alguna de las ofertas que tenía: "Sardinilla: 1,90€. Papel aluminio: 3,60......" Poco a poco las fue arrugando una a una y tirándolas al interior de la tienda. La siguiente con más saña que la precedente. Durante años una de sus preocupaciones diarias había sido conseguir que no se estropearan, así que ahora, bien justo era que disfrutara de algo de venganza.

- Disculpeme, señor - Una mujer frente a él le hablaba

- Dígame - repondió

- Disculpeme señor, pero tengo que devolverle estas dos naranjas.

- Lo siento. No acepto devoluciones en el género fresco. Además este es un muy mal momento. Estoy cerrado. Lo siento.

- Es que... se las he robado. Pensé que a mis hijos les vendría bien un zumo, pero no tengo dinero para pagarlas.

El la miró fijamente. Vestía un chandal fucsia descolorido por los viajes a la lavadora. Tenía el pelo castaño recogido en una coleta y le tendía dos naranjas en una mano. Ella bajo la mirada y repitió de nuevo:

-Discúlpeme señor. Por favor.

Damián sintió un enorme alivio sobre sus hombros. Como si de pronto una tonelada de hielo hubiese decidido derretirse de inmediato. Suspiró. A veces la vida nos reserva instante crucial de misericordia en el que nos ofrece sentirnos válidos cuando todo parece perdido. Asió su caja de naranjas y dijo:

-Señorita, no se me disculpe. Estas otras estaban esperando un alma buena que viniera a rescatarlas. En caso contrario su destino sería el vertedero. Tómelas y dé buen zumo a sus hijos toda la semana que seguro que les hace bueno. Cójalas.

Ella lo miró con sorpresa inicial, pero ante la insistencia de su gesto, deposito las dos naranjas con sus compañeras y tomó la caja.

- Gracias señor. Perdóneme pero compr....

- Calle, calle. Ahora marchese a su casa. Y hágale ese buen zumo a sus hijos. Les gustará. - Dándose la vuelta entró en la tienda, tomó el gancho y bajo la persiana desde dentro.

Ella, de pie, con la caja sujeta por ambas manos, vió como la reja descendía y se quedó frente a ella cerrada un instante. El tráfico continuaba rodando incansable a su espalda y al mirar a ambos lados y vió la gente que subía y bajaba. Indiferente, abstraída, con la mirada fija al frente o contando baldosas. Con sus cabezas perdidas en quien sabe que vericuetos. Dio un paso atrás y comenzo a andar hacia su casa, primero despacio y después, apurando, con la mirada ilumidada pensando en vasos rellenos y en los labios de sus hijos tintados de zumo.

EPílogo

Hoy al pasar me he vuelto a fijar en aquel viejo comercio. La persiana acumula en cada pliegue una gruesa capa de polvo grisáceo. Como un rostro ajado después de una tormenta de arena. Hace algún tiempo, alguien pegó un anuncio de un piso en alquiler, pero ya ha comenzado a despegarse. Nadie se fija en ella pues, mas que nunca, se ha mimetizado con su entorno durmiendo un plácido sueño. Sin embargo, yo hecho algo de menos los carteles de cartulina amarilla escritos a rotulador negro. Y el vivo naranja de la fruta en la sosa rutina de mi calle. Esa falta de color me indica que, allí, la vida ya se ha apagado.

** Presentada al XXX Concurso Literario **

martes, 14 de septiembre de 2010

Decisiones

Como todos los días el autobus de la empresa lo dejó en el cruce. Bajó y se dirigió a su casa a lo largo de una acera recién mojada por el camión de la empresa municipal que de vez en cuando baldeaba la calle. Durante un tiempo, mientras intentaba pisar sobre seco, se había preguntado que sentido tenía empujar la suciedad de la calzada sobre la acera. Ahora, ya simplemente caminaba con la cabeza gacha mientras poco a poco las suelas de sus zapatos se mojaban. Alegria para algún vecino que maldeciría más tarde al ver sus huellas en el portal.

Abrió la puerta y comenzó a frotar sus zapatos contra el felpudo de la entrada: uno, doos, tres, cuaaaatro, cinco, seeeeeeis. Se fijó entonces en su buzón y a través de la rendija observó que había algo. Era extraño. Muy pronto para ser publicidad y el cartero sólo pasaría hasta bien entrada la mañana. Además, no había duda de que no conocía a nadie que fuera a escribirle. Lo abrió y tomó un sobre. Era cuadrado y blanco, de los que se cierran humedeciendo la solapa. Nada que ver con esas notificaciones en las que contenido y continente forman un todo en el que una vez plegados y cerrados, uno queda en el interior y en el otro se imprimen los datos del destinatario y el remitente. Este no tenía remite. Sólo su nombre escrito con bolígrafo en el frontal: Ramiro Fuentes.

Abrió la solapa y extrajo un folio doblado escrito a mano. Comenzó a leerlo con curiosidad. Su rostro sonreía asintiendo con condesdencia pero poco a poco el gesto inicial fue contrayéndose en una mueca de extrañeza. Los ojos oscilaban de lado a lado por las lineas mientras su ceño continuaba frunciendose. Finalmente teminó la lectura y sus brazos bajaron al tiempo que elevaba su cabeza con los ojos desmesuradamente abiertos entre el horror y el asombro. Inmovil en la soledad fría del portal. Rompiendo el silencio con su respiración agitada.

Instantes depués, como despertando de un sueño fue consciente de nuevo y alzó el papel asido todavía con ambas manos. Miro a su alrededor: el buzón todavía abierto, los pasamanos de madera, una planta en su maceta, la mortecina luz de dos bombillas, la escalera... ¡¡ La escalera ¡! Quizá aun no fuese demasiado tarde. Subió los peldaños todo lo rápido que su cojera le permitía para llegar al entresuelo. Encendió la luz del rellano y se acercó a la primera puerta. La tanteó con cuidado deseando que estuviese cerrada. Pero no lo estaba. Acabó de abrirla y encontró ante él un pasillo sobre el que se recortaba su sombra iluminada por la luz de la escalera.

Conocía sobradamente aquella vivienda. Hubo un tiempo en el que en sus paredes pintadas de de ocre claro rebotaban las risas de los niños jugando con los cojines del salón mientras sus padres se afanaban en preparar una cena a la que siempre estaba invitado. Un tiempo en el que con una sonrisa se escanciaba una botella del vino menos asequible del super y se hablaba hasta las trece de los proyectos del futuro. Con ellos siempre me había sentido como un huerfano adulto adoptado y siempre me habían cedido parte de su alegría vital con la mera condición de participarla. Pero todo se había truncado. La ilusión dio paso al desencanto. La enfermedad trajo la penuria. Y con ella, el silencio.

El silencio. En ese grueso silencio nocturno lentamente avanzó dejando a un lado la cocina, la sala y el baño. Al llegar a la habitación de los chicos, arrimó su oído a la puerta pero no oyó nada. Continuó andando hacia la habitación de matrimonio. Al girar, al final del pasillo, vió como por debajo de su puerta cerrada se entreveía luz. Tomo aire, asió la manija, la giró y abriendo, entró.

Ellos yacían sobre la cama. El cara hacia arriba, lívido, ojos y boca abiertos y manos cruzadas sobre el estómago. Ella parecía esconder su rostro en su costado. Un brazo sobre el torso de él y el otro girado hacia atrás en una posición irreal y desencajada. Se acercó. En una mesilla, un reloj parado y en la otra, varios frascos de medicamentos. En la cama había restos de vomito y comenzó a percibir una extraña mezcla entre un olor acre y otro dulzón. Tomándola con delicadeza, la giró y separó los cabellos del rostro: sus ojos abiertos de pupilas mates, ya no veían nada.

Recordó entonces a los niños. Luis tenía seis años y Marcos dos. Necesitaba saberlo. Salió de la habitación y después de una última mirada apagó la luz y cerró la puerta. Arrimó de nuevo su oreja al cuarto infantil. Nada. Tendría que entrar. Girando sobre su eje, una las bisagras chirrió en un lento y agudo quejido. Oyó entonces un murmullo en el interior de la habitación. Al encender la luz, Luis se revolvió en su cama murmurando de nuevo. Lo acarició:

- Tranquilo, Luis, tranquilo. Duerme que está aquí tío Ramiro – le dijo acariciándolo.

El niño masculló algo incoherente y volvió a dormirse. Se giró hacia la otra cama y tapó al otro pequeño que dormía sudoroso estirado sobre su sábana. Salió en silencio.

Recorrió el pasillo con paso lento. En el rellano, poco a poco, se dejó resbalar apoyado sobre la pared. Sentado en el suelo comenzó a llorar mientras en su mano todavía apretaba la carta de sus amigos.

domingo, 8 de agosto de 2010

Angeles

Juanillo siempre iba acompañado de Séla. Extremadamente correcto en el trato sabedor de que a priori todo estaba en su contra, sus ojos agradecían unos buenos días de una forma mucho más inteligible de lo que su boca podría y todo su empeño era siempre que Séla se quedase en la entrada de la tienda: “Siéntate. Quieta. No te muevas. Ahí parada… ahí”, una retahíla de advertencias que ella asumía como parte del ritual para después, poco a poco, arrimársele mientras lo atendíamos. Rara vez le la alzaba la voz, pero cuando soltaba algún: “¡¡Pala puerta que te he dicho!!” Ella corría rauda hasta que lo veía de nuevo distraído, y volvía a acercarse entre disimulo, despiste y quizás.

El final siempre era el mismo: “Pero que bien educada la tienes, Juanillo” decíamos y él rabioso de gozo decía mientras le agitaba el morro: “Una santiña, es una santiña. Pero que bien te portas Séla, pero que buena eres”. Ella - por el tono – meneaba el rabo y brincaba hacia la puerta encantada de marchar de aquel sitio en el que tanto le costaba estar cerca de su amigo.

Una extraña pareja. Un cachorro lejano de prejuicios que sólo percibía el amor que recibía y alguien a quien el destino le había regalado la alegría de la vida joven cuando caminaba por senderos tan oscuros.


Recuerdo el día que el policía lo detuvo. Aún Juanillo vivía sólo. Nunca había tenido certeza de que tuviese problemas con la autoridad al margen de los que sus ojos pudieran sugerir y por eso me fue raro ver a aquel agente registrando su mochila. No llevaba mucho en el barrio y sin lugar a dudas la pinta de Juanillo era de todo menos poco sospechosa. Le encontró una bolsa de marisco y, como no tenía el justificante de compra, la supuso robada. Vino a verme y me dijo que se lo tenía que llevar al cuartel. ”Que dice si le guarda la bicicleta, pero éste hasta mañana no viene” entre sorprendido y confuso. “Ningún problema, agente, yo se la dejo en el almacén hasta que venga”.

Por la tarde volvió a buscarla.
“¿Que pasó Juanillo?” – pregunté
“Que la almeja está en veda.” – respondió. “¿Me das la bici?”

Y se marchó jodido por haber perdido casi tres kilos de almeja que pensaba en hacer con arroz. Comida para tres días. Como mínimo.


Su tío hubo un tiempo en el que había puesto afán en enseñarle algo de donde sacarse unos cuartos pero decía que no había nada que hacer con él. Que empeño le ponía, pero que le faltaban luces y le sobraban sombras. Yo creo que más bien era que lo de un horario y un objetivo no era cosa suya: toda la vida se había vestido con camiseta de asas bien fueran la diez, bien fueran las treinta. Pero desde que tenía a Séla, era como si se le hubiesen fijado las ideas: había pintado su cuartucho y parecía que algo de carne se le había pegado a los huesos. Incluso un día lo vi con zapatos de cordón.

Aquel día, Séla apareció sola a media mañana. Se quedó a la entrada y no nos dimos cuenta hasta que alguien nos dijo que teníamos un cliente que no se atrevía a entrar. Cuando me acerqué a la puerta, vino hacia mí despistando como hacía siempre y tras reconocerme me dio un par de lametazos en la mano. “¿Dónde dejaste a Juanillo, Séla? ¿Dónde lo dejaste?” Ella brincó un par de veces y se puso a dos patas. Mi hijo se había partido de risa cuando se lo había visto hacer un día que nos encontramos con Juanillo en la calle. Él contento de que nos paráramos dos minutos le había dicho elevando la correa sobre su cabeza: “Cógela, Séla, ¡Cógela!” Y ella se había levantado sobre los cuartos traseros como buena perra de su amo intentando cogerla. “Una santiña, es una santiña. Pero que bien te portas Sela, pero que buena eres” Pero esta vez yo no tenía ninguna correa y ella estaba a otra cosa. Volvió a bajarse y comenzó a ladrarme. “Quieta Séla, quieta” le dije, pero siguió ladrando.

Vi entonces que unos clientes querían salir pero aquel cachorro gritón como que les imponía. “No pasa nada, sólo está jugando” les dije y comencé a dar palmadas para espantarla. Ella salió corriendo por la acera como un foguete con el rabo entre las piernas…

Al cabo de dos días volvió. Me ladró desde la acera y me asomé. Estaba delgada, sucia y ronca. Incluso me pareció que tenía sangre en uno de los costados. Su mirada ya no era la misma. No me dio opción a acercarme pues marchó en cuanto me acerqué. Pobre Juanillo, pensé, esta se le ha escapado en celo y no se encuentran.

Algún día después, Guzmán – el tío de Juanillo – vino por la tienda. Ya se marchaba cuando me acordé y le pregunté por su sobrino. Me miró con gesto de fastidio. “Con ese chaval no hay nada que hacer. Hace una semana quedamos para un trabajo y... ¿tú crees que apareció? Y eso que le adelante doscientos euros. Ná. Mejor sólo que mal acompañado”
“Pues igual está buscando a la perra” le respondí. “La semana pasada vino sola por aquí un par de veces.”
“¿La Séla? Estaría comprando en el súper y se le escapó porque no se la dejan meter dentro. Y como dice que no le pone correa que es un animal libre... pues eso”
“Pues bien puerca que estaba la segunda vez”
“¿Puerca?”, me miró con gesto ofendido
“Sí. Puerca… sucia. Parecía una perra abandonada”
“Nahh. Sería otro can. En otra cosa te digo que sí, pero en eso…. no. No puede ser. El Juanillo está casado con ese bicho. Lo limpia, lo peina más que a él. Si me dices que comen en el mismo plato, no te lo niego”
“Pues tú verás. Yo creo que se le escapó e igual uno la anda buscando y la otra ya está en la perrera”
El calló. Frunció el ceño. Hizo un gesto de despedida con la cabeza y comenzó a irse. Se paró, se giró y me preguntó:
“¿Y dices que vino sola?”
“Como la una, Guzmán. ¿Que gano mintiéndote?”
El marchó con la cabeza caliente. Aquello no le cuadraba.

Después supe que aunque había ido a casa del cliente a seguir con el trabajo, a media mañana lo plantó todo y fue en busca del Juanillo. No tuvo que buscar mucho. Vivía en una vieja caseta cerca de la autopista. Cuando expropiaron los terrenos, tiraron la casa pero supusieron que el cuarto donde guardaban los útiles del campo no le merecería la pena a nadie. Años después Juanillo lo había convertido en su chabola fabricándole un techo con dos toldos. Cerca había una fuente y de alguna manera se había agenciado una estufa para el invierno. Lo sé porque cuando el frío arreciaba siempre me preguntaba si tenía palets de madera para hacer leña.

Por lo visto encontró a Séla moribunda delante de la puerta. Cuando quiso ladrar ya no le quedaba ladrido. Él estaba dentro, tendido en su colchón con la aguja clavada. Debía llevar una semana muerto. Doscientos euros le habían podido.


Hace unos días bajé al centro un viernes. No suelo salir nunca del barrio durante la semana si no es por trabajo o por alguna gestión. Pero este día los niños estaban con los abuelos y mi mujer había ido a hacer algunas compras. Tras veinte vueltas buscando sitio para aparcar, en una calle un mendigo me hizo señas indicándome un sitio. Aparqué y al bajar le dí un euro. Cuando me iba a ir, apareció un cachorro y el mendigo comenzó bailar rabiándolo con la moneda en la mano.
Me hizo gracia y me quedé un instante viéndolos mientras sonreía. Él le enseñaba la moneda y ella sobre sus patas traseras hacía por cogerla. Entonces dijo:
“Una santiña, es una santiña. Pero que bien te portas Juna, pero que buena eres”
Me quedé frío. Se giró hacia mí.
“Es muda, señor, muda por amistad. Me lo ha dicho hablando con sus ojos en un sueño” Y ambos continuaron brincando.

Me marché. Cuando volví a recoger el coche hice por verlos pero ya no estaban.

A veces los ángeles asumen extrañas formas.

lunes, 26 de julio de 2010

Jaime

I. UNo


- O paras o me lo hago encima.
- No me jodas! ¿Pero tan urgente es la cosa?
- Te juro que no aguanto ni medio minuto más. ¡¡ Para ya!!

El conductor frenó el coche fúnebre en el arcén. Su compañero cogió los pañuelos de papel y salió como una flecha para perderse en la oscuridad mínimamente iluminada por las luces traseras.

-”¡Acaba antes del amanecer ¡” , se oyó gritar desde el coche.

Estaba a punto de reventar. Cuando cogía el periódico para llevármelo al baño en la base recibimos el aviso y como siempre este capullo había tenido que salir perdiendo el culo. Como si los muertos fueran a llegar tarde al juicio final. Para colmo, la juez de guardia se nos había adelantado: “Señoría … espere cinco minutos que tengo que plantar un pino”. Mierda trabajo. Las cuatro de la mañana y aguantando las ganas hasta que termina el levantamiento de los cadáveres. Al menos por esta carretera no pasa ni un alma y puedo aliviarme tranquilo. Algún autoestopista, mañana, alucina.


Tras levantarse encendió un cigarro. Ciertamente la noche estaba negra. Las luces de la ambulancia creaban un extraña áurea en aquella enorme recta. Y hacía mucho frío. A un par de kilómetros, bomberos y grúas se afanaban en despejar la carretera. Justo antes de la curva.

- “Eeeeeeeeh!! ¿Necesitas un enema?” - le gritó su compañero.

- “Un momento que ya va”.

Capullo novato. Siempre me tienen que tocar los turnos de noche con este imbécil. Ni que fuera a comisión por muerto recogido. Va a ser que tiene miedo de que los dos fiambres se salgan del saco y le sorban el cerebro. Gilipollas.

Fue entonces cuando oyó los ruidos. Al principio pensó que era un gato. “¿Un puto gato en medio de la nada? “
El ruido se repitió. Parecía un cachorro.

- Manueeeel!!!! Manueeeeel!!! Pásame la linterna.
- ¿Qué? ¿No te encuentras el ojete?
- Vete tomar por culo, gilipollas. Pásame la linterna que aquí hay un bicho.
- ¿Un bicho?
Abrió la puerta y se la tendió.
- Oye. Ten cuidado. A ver si va ser venenoso

Encendió la linterna. Venenoso… sí. Acojonado que está éste. Es lo que tienen los novatos. Mucho fardar con la chavala de que ven muertos todos los días pero seguro que tiene los calzones mojaos de miedo.

El ruido se repitió. Alumbró en su dirección y vio un bulto. Se movía. Al acercarse para al verlo, dio un respingo hacia atrás y se le cayó la linterna.


II.DOs

No debía haber aceptado aquel transporte. Seguro que si se hubiera puesto firme no hubiera pasado nada y ahora estaría durmiendo en casa con el culo calentito y su mujer a su lado.

Sí. Fácil de decir. Pero a ver como le explicas al banco que el recibo ha ido devuelto: “Mire señor director, es cierto que no hay saldo pero ¿y lo bien que dormí aquella noche? ¿Y lo calentita que estaba la cama? ” Seguro. Sobre todo con la cara de chulo piscina que tiene el director mi sucursal. Y esta espalda que me está matando. Debí hacer algo más de fuerza y hacerles saber que estoy medio jodido. ¡Que llevo doce años trabajando para ellos¡ Ya. Y otros, doce días, y dispuestos a comerme por los pies. Como para despreciar una carga. Pero esta espalda.

Rebuscó en el bolsillo de la camisa. Su mujer le dijo que una sería suficiente, pero esta claro que dos no lo habían sido. Se tomó otra.

En dos años, el camión pago. Y luego a conservarlo para que dure y que genere dinerito. Lo malo es que antes conducías doce horas y un café te llegaba para otras doce pero ahora te tomas tres y cuesta conducir ocho.

Bueno, todo sea por el niño. Cuando sea mayor será algo gordo. Nada de llevar camiones como el pringao de su padre. Ingeniero. Ingeniero de los que hacen los viaductos. Seguro que ese es buen oficio. Y el niño es listo.

Que bien estaría yo en la cama. ¡Aaaauuuugggghhhhh¡ La leche. Que sueño. Va ser verdad que tenía razón Marisa y con una llegaba. Bueno. Atento. Que lo que falta es liarla con esta carga de electrodomésticos que los del seguro buscarán alguna triquiñuela si pasa algo.

Vaya. Ya no me duele la espalda. Esta Marisa es la doctora familiar. Sólo hay que ver como controla los jarabes del niño cuando tiene catarro. A mí todos me suenan iguales: Mucosan, Tosferatu, Respirforte . Si llega ser por mí ….


¡La leche¡ Que sueño. En cuanto vea un sitio, me meto dos cafés. Ingeniero. Ingeniero de los que hacen los viaductos. Mira papá, ese lo he diseñado yo. Los pilares tienen 30 metros de luz entre cada uno de ellos. Podrías encajar seis trailers en medio y aun te quedaba sitio. …..

La curva llegó rauda. La brusca oscilación de su cabeza le hizo abrir los ojos. En un gesto automático contravolanteó la dirección, redujo de marcha y aceleró para intentar recuperar tracción. El motor rugió buscando un empuje suficiente para impulsar las toneladas colgadas de la cabeza tractora.
Al salir de la curva, en el último instante antes del choque, vio como sus luces iluminaban un coche en el que el piloto sonreía mientras miraba por el espejo. A su lado, una cabeza gacha de pelo castaño, levantó bruscamente su mirada enrojecida para verle directamente a los ojos.

III. TRes.

Las luces largas del vehículo formaban dos conos que se difuminaban en la negrura. Ella sollozaba acurrucada en el asiento de al lado. Él conducía con el ceño fruncido y la mirada fija al frente. Miró de nuevo por el retrovisor: nada salvo la noche. Poco a poco redujo la velocidad y se paró a un lado de la carretera sin apagar el motor.

-“Déjalo ahora”, dijo.

Su acompañante arreció en su llanto. Acurrucó todavía más el bulto. Negó con el gesto mientras él se inclinaba sobre ella y asiendo la manilla, abría la puerta. Su voz sonó otra vez. Impersonal, lenta, imperativa:

“Déjalo……. Ya”.

El aire frío de la noche inundó el coche. Ella se giró y sintió los guijarros de asfalto bajo la suela de sus zapatillas. Cruzó la cuneta y depositó el bulto con esmero sobre las hierbas que la bordeaban. Con un gesto insignificante deslizó algo entre los pliegues de la manta azul mientras la acomodaba. Se giró y subió al coche en silencio.

Arrancó con suavidad. Las estridencias no eran necesarias. Mejor dejarlo dormido y que el frío de la noche hiciera su trabajo. Mientas se alejaban, poco a poco, fue relajando el gesto. Ya está. Marrón resuelto. Mientras miraba por el espejo, comenzó a sonreír. Ella ya no lloraba.


Epílogo.

Por fortuna la linterna no se había apagado. La recogió del suelo y alumbró aquella criatura envuelta en una mantita azul. Lo cogió con cuidado arrullándolo para tranquilizarlo. Parecía sano aunque los mocos bajo la nariz comenzaban a escarcharse.

Dentro, con la calefacción encendida y mientras lo examinaba ante un compañero cuyos ojos no daban crédito, algo cayó al suelo. Lo recogió. Era una nota manuscrita de bolígrafo azul sobre un papel cuadriculado:

“Soy Jaime.”

En la trasera, un alma voló entonces. Libre y quejumbrosa.

martes, 15 de junio de 2010

Y que ella lo cierre.

La primera vez que hice un viaje largo alejado de la tutela paterna fue con el colegio.

Tres o cuatro días de recuerdos vagos. Tengo presente una visita a la ciudad encantada y varias iglesias entre las que a buen seguro habría alguna catedral. Y la imagen nocturna de un edificio colegial castellano. Pero sobre todo, el hecho de que con mis primeros dineros de uso privado, me compré dos o tres granizadas (fruto prohibido hasta aquel momento) que me permitieron disfrutar de una magnífica diarrea. Me veo apremiando al sacerdote a cargo del grupo sobre las necesidades de mi intestino y su respuesta de que en un par de visitas más volveríamos al lugar donde hacíamos noche y allí podría visitar el baño. ¡ Y tanto ! Aquella noche me hice íntimo amigo de aquel frío inodoro erigido en un gélido suelo de baldosa: triste debiera ser que el principal recuerdo de mi incipiente independencia sea una sublime cagarría.

Eran los tiempos en los que llamar a casa suponía encerrarte en una cabina de madera y meter fichas con una muesca rayada en un negro telefono de pared. Supongo que la respuesta al otro lado sería algo del estilo "..y eso que te dije que .."

Pero para que negarlo. Lo que realmente me molesta es no disponer de un vívido recuerdo de todo lo entonces ocurrido. Me imagino como un ente inconcluso desplazado por el mundo inconsciente de su realidad. Incapaz de percibir su entorno. Un autista a sus circunstacias.

Mi hija me ha llamado hace una media hora. Está en las mismas treinta y tantos años después, pero a ella la noto vital, integrada y participativa. Disfrutando. Y no tiene diarrea.

Este círculo estaba inconcluso en una espiral descendente. Ansío que vuelva para abrazarla y que me lo cuente todo.

Y que ella lo cierre.

lunes, 7 de junio de 2010

El muro de contención

En la playa propuse construir un "muro de contención".

Para los míos un nombre tan técnico sólo encierra un agujero ancho y dos o tres muretes de arena por delante con sus correspondientes fosos que han de enfrentarse al empuje de la marea creciente. Lo construimos con la marea subiendo, entramos cuando comienza su lucha y lo abandonamos entre gritos cuando el Mar lo inunda.

En las primeras olas presentamos batalla. Restauramos con afán muros caídos y achicamos fondos inundados con frenesí pretendiendo que la marea frene su ímpetu. Ella, siempre amable con nuestro juego como un magno roble que inclina su rama, nos concederá cinco o diez minutos de intensa prórroga en los que podemos creernos capaces con nuestros muros de arena...... no más allá. De esas tímidas olas que refrenan su empuje plegándose a la alegría de los gritos infantiles, emergerá Una, exigente e insolente como una adolescente meneando su pelo, que reclamará su espacio derrumbando muros, rebasando fosos y anegando huecos. Es el momento cúlmen de la huída.

Reconoceréis al pequeño del grupo en que pretende la vuelta al puesto de mando a defender la nave. Veréis como los conocedores lo retienen unos instantes - no más de dos - para que vea como la humilde y modesta persistencia del empuje marino cumple su cometido para que aquello que algo fué, deje de serlo.

Es el momento de sentarse aparte y ver como la recurrente forma del destino alisa el lienzo. Un nuevo muro ha de prometerse bajo los cálidos rojizos rayos del lento sol del ocaso embadurnados de arena y cansancio.

Y un nuevo círculo habrá sido abierto.

miércoles, 26 de mayo de 2010

Círculos

Una piedra a un estanque.

Desde donde cae, forma circulos concéntricos que se extienden, prietos los primeros, suaves y separados los últimos, hasta desaparecer en una última onda inapreciable. Como la vida.

Somos una de esas sucesiones de circulos. Los primeros tan comunes y rápidos que no percibimos su existencia. Pero cuando comienzan a extenderse con identidad propia, a veces, podemos identificarlos y entender que ya hemos estado allí en un deja vú vital. Yo hoy he cerrado uno de esos círculos.

Recuerdo que ya hace mucho empleaba los últimos instantes de la clase previa al recreo en ponerme las rodilleras para salir a jugar de portero. Por encima de las perneras de los pantalones de tergal en los estertores del invierno y sobre marcada piel de las rodillas en la primavera. El tosco suelo de cemento era mal compañero en aquellos partidos de veinte minutos. Dos porterías si llegabamos a tiempo para el campo bueno o la parte de atrás de una de ellas y la separación entre un arbol y un banco si aquel estaba ocupado. Mañanas de gloria en las que el suelo te recibía en un abrazo de lija.

Todavía el arbol y el banco perduran, pero, aunque las porterías ya no están y el suelo está pintado de verde garaje y rojo tejado, hoy me las he imaginado intecambiando "chuts" con mi hijo. Y para él también estaban sin que yo le hubiese contado nada de lo que yo hace tanto hacía en aquel ya inexistente campito. Cojiendo carrerilla desde quince metros para soltar uno de esos infantiles disparos en los que todo es mecha.

Hoy he sentido como he recorrido una de esas ondas de la vida que se extienden y separan. Y he reconocido su impronta, su relieve. Ahora, al acabar el día, siento como poco a poco se va desdibujando.

Espero que el destino me permita disfrutar de la siguiente. Y que también sea de las plácidas.

Salud.