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miércoles, 3 de noviembre de 2010

Ella

La vio desde el quicio de la puerta durante un instante. Dormía apretujada bajo la manta. Con cuidado apago la luz del pasillo y entró en la cocina. Se calentó algo para desayunar y salió a la calle a hacer la compra. Tenía la lista preparada desde el día anterior.

Mientras caminaba por la calle repasó mentalmente: Aceite, maiz, filetes, agua mineral, yogures... de vainilla....¿De vainilla? No, no, no. Nada de vainilla. Ella odiaba la vainilla. Siempre decía que eran mejor los naturales. "Llogures de natural" como los llamaba. Los endulzaba con azucar y a él le parecían intragables, pero de nuevo serían naturales. Era lo que había. Completó su recorrido por el supermercado, pagó y se dirigió a casa cargando su sus dos bolsas.

Ya se había levantado y trajinaba por la la casa.

- Ayudame con la cama - le dijo por saludo.

Uno a un lado y otro al otro. Cien centimetros que eran cien kilometros. Le pasó los cojines mientras los colocaba escrupulosamente en ese su orden absolutamente inescrutable para él. Volvió a la cocina y comenzó a vaciar la bolsa. Se acercó y comenzó a colocar alguna de las cosas.

- Miguel, te he dicho cientos de veces que no compres este maiz. Es muy caro.

- Lo sé. Pero es que ...

- ¿Pero es que qué?. Tu crees que el dinero nos sobra. Es caro: es el más caro.

- Pero Julia, tenían un tres por dos. Esta vez me he llevado la calculadora y salían mas baratos que los que compro siempre.

-¡Pero a mi no me gusta!

Con aquello no contaba. Siempre había algo con lo que no contaba.

- A mi me gusta el maiz del bote verde.- continuó-. Sabes que este del bote amarillo me parece mas rancio.

- ¿Estas segura? Es la primera vez que me dices esto.

Ella lo miro con el mismo rechazo con el que miraría a un ciempies que le subiese por la pierna en el ascensor.

- No me haces ni caso. No me escuchas. No me oyes. Para ti no existo. Es como vivir con una mesa.

Se marchó dando un portazo. El quedó viendo los botes de maiz. Hacía tiempo que ya no estaba seguro de nada. Colocó los botes con cuidado en las alacenas, plegó las bolsas de plástico, las guardó bajo el fregadero y se sentó en la mesa de la cocina.

Estaba convencido. Nunca antes le había dicho nada acerca de que no le gustara aquel maiz. Sí habían hablado de que había una marca más económica, pero esta vez con la oferta, el amarillo salía más barato. Cogió su cartera y sacó el ticket. Rebuscó y encontró otro anterior. Cogió la calculadora de su cazadora y calculó el precio final de ambos. Lo sabía, estaba seguro. Había comprado mas barato. Se levantó y fué en busca de su pareja. La encontro en el salón viendo la tele.

- Julia.....

- Que pasa.

Sintió que su voz se agarrotaba como si se hubiese tragado un corcho. Ella apartó la mirada del televisor y la clavó en él con un mohín de disgusto.

- Que co-ño pa-sa.

Tragó el tapón a duras penas e inspiró.

- Oyeme, puedo ir y cambiarlos. Es una conserva y no creo que me pongan ninguna pega en el super. Mañana traigo los del bote verde.

En la televisión discutían sobre un faranduleo. Todos cotorreando encendidamente sobre algo que posiblemente desconocían.

- Mañana los traigo, vale. No te enfades.

- Haz lo que quieras. Siempre lo haces.

El volvió a la cocina. Sus ojos se clavaron en las tres latas. No. Esta vez, no. Sabía a buen seguro como sería el resto del día. Quizá el resto de la semana. Ella continuaría despreciandolo en cada encuentro y él seguiría arrastrandose por los rincones hasta que el huracán amanaira. Y después vendría un temporal de otro color. Como el día que le compró unos bombones.

- ¡Bombones! ¿Bombones?. Te gastas el dinero en unos bombones cuando perfectamente me podrías haber comprado unos pendientes o un anillo. De los de bisutería, ¡claro! De sobra te conozco y de sobra sé que nunca invertirías nuestro dinero en una joya que mereciera la pena... pero ¿bombones?...... Tú, eres gilipollas.

Por un instante él tuvo la intención de tirarlos a la basura. Mejor aun, abrir la ventana y lanzar la caja volando sobre la calle. La imaginó girando en el aire, lanzando su carga envuelta en papeles de celofán rojo como un lluvia sobre los viandantes. Pero no lo hizo. Los dejó sobre la encimera de la cocina. Mas tarde, ante su gesto de sorpresa cuando la vió comiéndose uno, ella le espetó:

- No pretenderás ahora que se pudran ¿no? Habrá que comerlos. Pero son un sandez - y comenzó a abrir otro.

Antes todo era distinto. Al menos cuando tenía trabajo se sentía necesario. Y de vez en cuando eran felices como en aquel fin de semana en el balneario. Recordaba su cara placentera en los chorros del hidromasaje y su sonrisa durante la cena. Pero ahora todo era medir las distancias para no dar un paso dentro de una factura impagada. Desde que la empresa había cerrado pasaban la mayor parte del día juntos y ella solía enrocarse en conversaciones sobre los agravios que le cometía la vecina del cuarto cuando se encontraban en el ascensor. Mientras, su cabeza huía perdida en inútiles espirales de pensamientos grises.

No. Esta vez, no. Recordó la caja de bombones girando en el aire y tomó las latas de maiz. Salió al pasillo. Al pasar por delante de salón, se paró viéndola frente al televisor. Ella tenía el ceño fruncido. Sin mirarlo, se levantó y cerró la puerta. El quedó en penumbra frente a una cerrada vieja puerta de ocre castaño. Comenzó a sonreir.

Entró en la habitación del fondo. La que daba a la calle. Con cuidado de no hacer ruido, abrió la ventana. Demasiado cerca del suelo. Volvió sobre sus pasos y, ya en la puerta, recordó que había dejado la ventana abierta. La sonrisa, se torno en risa. No, esta vez, no. Esta vez no la cerraría.

Salio a la escalera, llamó al ascensor y llegó a la terraza. Era curioso lo fresco que podía llegar a ser el aire de la mañana. Se lo imaginó entrando por la ventana y enfriando la casa. Una oxigenada fría niebla transparente que renovaría el ambiente y envolvería el salón en cuanto abriera la puerta. Ella no lo soportaba. Volvió a reir.

Colocó los tres botes de maiz sobre el borde de la terraza y se asomó. Sí, aquí había altura suficiente. Miró a su alrededor y vió una caja plástica de las que se usan en los bares para las botellas de cerveza que algún vecino había dejado allí abandonada en una juerga nocturna de verano. La acercó y, apoyándose sobre ella, subio al borde. El aire fresco seguía inundando sus pulmones. Inspiro profundamente con los ojos cerrados. Y saltó.

Mientras caía, abrazado a las latas de maiz, se sintió libre.

Al fin.

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