/* Esto es la redirección */ /* Finde de la redirección */ eScritos iRregulares: septiembre 2010

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Trascendencia

Tengo la sensación de que necesito que cada frase disponga de una transcendecia tal que haga que se me recuerde por cada una de sus palabras.

Sin embargo, cada una de ellas, sólo es otra piedra lanzada a un mar tan vasto que su chapoteo no será más que simple pestañeo de estrella esta noche sobre mí. Y sus circulos se extenderan nocturnos y anónimos destruidos por las olas de la marejada.

Ah! ¿Pero que ocurre cuando miras al cielo y ves ese tililar? ¿No adquiere entonces una dimensión distinta? ¿No es como si ese guiño fuese a ti dirigido?

Entonces, quizá, es posible .... Mis palabras, sílabas unidas formando todos mínimamente coherentes, ¿podrían adquirir una vida propia y reflejar algo compartido en este instante?

Lo dudo. Descompuestas no son mas que letras. Y compuestas meros conceptos. O definiciones. No hay manera de que pueda hacer que ese bullicio interior, en mi, ahora, en este momento, llege a tí cuando me leas. No es posible.

Confusión, recuerdo, traición, silencio, mentira, remordimiento. Pero también paz, convivencia, mitad, completo y gracias. Y no por ello tu habrías de entenderme. Ni perdonarme.

Quizá algún día, en algún momento, crucemos alguna mirada y entonces, pueda decirte mi rostro lo que mis palabras no pueden.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Naranjas

UNo

Decidió cerrar los ojos un instante. Sólo sería un breve momento y volvería a abrirlos. Cuando se preguntaba porque seguía manteniendo abierto su pequeño colmado siempre se respondía inmediatamente en que invertiría su tiempo de no hacerlo. No se trataba de una cuestión económica ya que lo que vendía a veces no llegaba para recomprar aquellos productos que caducaban encontrados en una sus revisiones diarias de las fechas de los artículos en venta. Como si no supiera que a los cuatro cartones de leche aun le quedaban tres semanas. Pero los reveía todas las mañanas antes de abrir no fuese que su memoria le jugase una mala pasada.

Por eso su afán en no tener nada perecedero. Excepto las naranjas. Las naranjas siempre debían estar bien presentes en la entrada. Apiladas y limpias, desafiando el plomo que los tubos de escape vertían hora sí y hora también durante todo el día. Mucho había debatido con Efigenia sobre la necesidad de tener naranjas en la tienda.

- Cariño, si las naranjas se ven bien pulidas en la entrada, cualquiera confiará en que todo lo otro que está dentro esté en buen estado. Es una cuestión de marquetín.

- Marquetín sí - decía ella - Media docena a la basura cada Sábado para reponerla el Lunes. ¿Pero no te das cuenta que es tirar el dinero?

- ¡Que sabrás tú de la tienda! - sentenció aquel día.

Cuanto la echaba de menos. Las horas con ella sin saber muy bien como se hacían de cuarenta minutos. Aun podía verla remendando medias y haciendo composturas sentada en una silla fuera del mostrador. Aquellos arreglillos de modista aficionada les proporcionaban unos dineritos adicionales con los que alguna vez se habían permitido algún lujo. Una vez habían ido al cine. Pero no al ya cerrado cine del barrio. No, nada de eso. A una de esas nuevas salas que había montado una multinacional en el centro. La pantalla era tan grande y el sonido tan abrumador que ambos dieron un respingo cuando empezó la proyección y ella tuvo que pedirle que soltara su mano de lo fuerte que se la apretó. Era una historia de un señor con mucho dinero que conocía a una chica muy guapa y que al final se casaban. Se lo contó ella porque él acabó placidamente dormido arropado por la oscuridad en aquél asiento tan cómodo. Después, tomaron dos infusiones en una cafetería de la plaza viendo como los adolescentes revoloteaban en torno a la fuente intercambiando alguna sonrisa cómplice sobre el pasado. Y marcharon a casa. En cama, dentro de esos pensamientos incoherentes que produce el desvelo, intentó cuadrar sus cuentas para colocar dos pilas de cajas de brillantes naranjas a ambos lados de la entrada de la tienda. Un instante antes de dormirse, sonriendo, se imaginó entrando por un pasillo custodiado por columnatas de fruta: peras, manzanas, melocotones y finalmente, una cascada de naranjas y mandarinas surgíendo de una fuente.

Pero ahora ella ya no estaba y día tras días asumía una rutina que le permitía no recordarla ya que le era imposible olvidarla. Medio ser humano encerrado entre botes de tomate frito y chorizos. Estaba tan cansado. Por eso cerró los ojos un instante, sentado tras el mostrador, con su mandilón blanco de bolígrafo azul en el bolsillo y con la libreta de las cuentas abierta.

DOs

Ella subía todas las mañanas de llevar a sus dos hijos al colegio y todas ellas pasaba frente la puerta de su tienda. Nunca había entrado pues era un lugar pequeño y mal iluminado. Se había fijado cuando bajaba y sabía que dentro había un mostrador de madera y un viejo sentado, rodeado de productos en conserva, pastillas de jabón y alguna botella de licor. Un par de veces había visto alguna clienta y siempre se preguntaba como alguien podía atraverse ya no a entrar, sino a comprar algo en aquel sitio. Sin embargo, debía reconocer que las naranjas de la puerta tenían un aspecto exquisito.Tanto era así que, aquel día, decidió pararse y rebuscar en su monedero por si había alguna moneda perdida que le permitiera regalarle a sus retoños un zumo aquella tarde. Pero no la había. Lo sabía, pero siempre que lo abría, tenía la confianza infantil de encontrar dentro de algún departamento poco usado algún billete rezagado como aquella vez que encontró diez euros dentro de un sobre en un cajón haciendo limpieza.

Se asomó a la entrada. En el interior, medio en penumbra, un anciano calvo dormitaba con la boca abierta y la cabeza ladeada sobre el hombro derecho. Las naranjas estaban expuestas dentro de una caja de madera inclinada, colocada sobre otra, en un margen de la puerta. El corazón comenzó a latirle fuerte. Tragando saliva, cogió tres y comenzó a alejarse. Se detuvo y volvió sus pasos para depositar una de ellas de nuevo en la caja: dos serían suficientes. Con el paso rápido y corto del ladrón, marchó de allí mientras guardaba su trofeo en los bolsillos.

TRes

Una bocina lo sacó de su ensueño: ¡¡Damián¡¡ Ultimamente le pasaba mas a menudo de lo deseable y no era nada comercial: cualquier cliente pensaría que allí no entraba nadie. Se encontró de nuevo sólo y penumbroso. Sentado tras el mostrador con una silla vacía frente a él del otro lado. En ese instante lúcido de silencio tras el despertar, lo comprendió todo. Para que engañarse. Había llegado el momento de bajar la persiana definitivamente y dejar que el tiempo y la soledad lo consumieran.

Se levantó despacio de su taburete y miró a su alrededor. El peluche del suavizante le sonrió con la misma sonrisa descolorida de todos los días y asumió que finalmente su tiempo había pasado. Era inútil continuar aquella pantomima. Durante muchos años, todo le estorbó mientras dedicaba su energía vital a aquel mísero negocio sin ver donde estaba el verdadero sentido de su existencia. Ahora, cuando ya estaba sólo, rebuscaba por los cajones de su alma para encontrar aquello que no volvería ya.

Retiró las cartulinas que había a los lados de la entrada donde había rotulado alguna de las ofertas que tenía: "Sardinilla: 1,90€. Papel aluminio: 3,60......" Poco a poco las fue arrugando una a una y tirándolas al interior de la tienda. La siguiente con más saña que la precedente. Durante años una de sus preocupaciones diarias había sido conseguir que no se estropearan, así que ahora, bien justo era que disfrutara de algo de venganza.

- Disculpeme, señor - Una mujer frente a él le hablaba

- Dígame - repondió

- Disculpeme señor, pero tengo que devolverle estas dos naranjas.

- Lo siento. No acepto devoluciones en el género fresco. Además este es un muy mal momento. Estoy cerrado. Lo siento.

- Es que... se las he robado. Pensé que a mis hijos les vendría bien un zumo, pero no tengo dinero para pagarlas.

El la miró fijamente. Vestía un chandal fucsia descolorido por los viajes a la lavadora. Tenía el pelo castaño recogido en una coleta y le tendía dos naranjas en una mano. Ella bajo la mirada y repitió de nuevo:

-Discúlpeme señor. Por favor.

Damián sintió un enorme alivio sobre sus hombros. Como si de pronto una tonelada de hielo hubiese decidido derretirse de inmediato. Suspiró. A veces la vida nos reserva instante crucial de misericordia en el que nos ofrece sentirnos válidos cuando todo parece perdido. Asió su caja de naranjas y dijo:

-Señorita, no se me disculpe. Estas otras estaban esperando un alma buena que viniera a rescatarlas. En caso contrario su destino sería el vertedero. Tómelas y dé buen zumo a sus hijos toda la semana que seguro que les hace bueno. Cójalas.

Ella lo miró con sorpresa inicial, pero ante la insistencia de su gesto, deposito las dos naranjas con sus compañeras y tomó la caja.

- Gracias señor. Perdóneme pero compr....

- Calle, calle. Ahora marchese a su casa. Y hágale ese buen zumo a sus hijos. Les gustará. - Dándose la vuelta entró en la tienda, tomó el gancho y bajo la persiana desde dentro.

Ella, de pie, con la caja sujeta por ambas manos, vió como la reja descendía y se quedó frente a ella cerrada un instante. El tráfico continuaba rodando incansable a su espalda y al mirar a ambos lados y vió la gente que subía y bajaba. Indiferente, abstraída, con la mirada fija al frente o contando baldosas. Con sus cabezas perdidas en quien sabe que vericuetos. Dio un paso atrás y comenzo a andar hacia su casa, primero despacio y después, apurando, con la mirada ilumidada pensando en vasos rellenos y en los labios de sus hijos tintados de zumo.

EPílogo

Hoy al pasar me he vuelto a fijar en aquel viejo comercio. La persiana acumula en cada pliegue una gruesa capa de polvo grisáceo. Como un rostro ajado después de una tormenta de arena. Hace algún tiempo, alguien pegó un anuncio de un piso en alquiler, pero ya ha comenzado a despegarse. Nadie se fija en ella pues, mas que nunca, se ha mimetizado con su entorno durmiendo un plácido sueño. Sin embargo, yo hecho algo de menos los carteles de cartulina amarilla escritos a rotulador negro. Y el vivo naranja de la fruta en la sosa rutina de mi calle. Esa falta de color me indica que, allí, la vida ya se ha apagado.

** Presentada al XXX Concurso Literario **

martes, 14 de septiembre de 2010

Decisiones

Como todos los días el autobus de la empresa lo dejó en el cruce. Bajó y se dirigió a su casa a lo largo de una acera recién mojada por el camión de la empresa municipal que de vez en cuando baldeaba la calle. Durante un tiempo, mientras intentaba pisar sobre seco, se había preguntado que sentido tenía empujar la suciedad de la calzada sobre la acera. Ahora, ya simplemente caminaba con la cabeza gacha mientras poco a poco las suelas de sus zapatos se mojaban. Alegria para algún vecino que maldeciría más tarde al ver sus huellas en el portal.

Abrió la puerta y comenzó a frotar sus zapatos contra el felpudo de la entrada: uno, doos, tres, cuaaaatro, cinco, seeeeeeis. Se fijó entonces en su buzón y a través de la rendija observó que había algo. Era extraño. Muy pronto para ser publicidad y el cartero sólo pasaría hasta bien entrada la mañana. Además, no había duda de que no conocía a nadie que fuera a escribirle. Lo abrió y tomó un sobre. Era cuadrado y blanco, de los que se cierran humedeciendo la solapa. Nada que ver con esas notificaciones en las que contenido y continente forman un todo en el que una vez plegados y cerrados, uno queda en el interior y en el otro se imprimen los datos del destinatario y el remitente. Este no tenía remite. Sólo su nombre escrito con bolígrafo en el frontal: Ramiro Fuentes.

Abrió la solapa y extrajo un folio doblado escrito a mano. Comenzó a leerlo con curiosidad. Su rostro sonreía asintiendo con condesdencia pero poco a poco el gesto inicial fue contrayéndose en una mueca de extrañeza. Los ojos oscilaban de lado a lado por las lineas mientras su ceño continuaba frunciendose. Finalmente teminó la lectura y sus brazos bajaron al tiempo que elevaba su cabeza con los ojos desmesuradamente abiertos entre el horror y el asombro. Inmovil en la soledad fría del portal. Rompiendo el silencio con su respiración agitada.

Instantes depués, como despertando de un sueño fue consciente de nuevo y alzó el papel asido todavía con ambas manos. Miro a su alrededor: el buzón todavía abierto, los pasamanos de madera, una planta en su maceta, la mortecina luz de dos bombillas, la escalera... ¡¡ La escalera ¡! Quizá aun no fuese demasiado tarde. Subió los peldaños todo lo rápido que su cojera le permitía para llegar al entresuelo. Encendió la luz del rellano y se acercó a la primera puerta. La tanteó con cuidado deseando que estuviese cerrada. Pero no lo estaba. Acabó de abrirla y encontró ante él un pasillo sobre el que se recortaba su sombra iluminada por la luz de la escalera.

Conocía sobradamente aquella vivienda. Hubo un tiempo en el que en sus paredes pintadas de de ocre claro rebotaban las risas de los niños jugando con los cojines del salón mientras sus padres se afanaban en preparar una cena a la que siempre estaba invitado. Un tiempo en el que con una sonrisa se escanciaba una botella del vino menos asequible del super y se hablaba hasta las trece de los proyectos del futuro. Con ellos siempre me había sentido como un huerfano adulto adoptado y siempre me habían cedido parte de su alegría vital con la mera condición de participarla. Pero todo se había truncado. La ilusión dio paso al desencanto. La enfermedad trajo la penuria. Y con ella, el silencio.

El silencio. En ese grueso silencio nocturno lentamente avanzó dejando a un lado la cocina, la sala y el baño. Al llegar a la habitación de los chicos, arrimó su oído a la puerta pero no oyó nada. Continuó andando hacia la habitación de matrimonio. Al girar, al final del pasillo, vió como por debajo de su puerta cerrada se entreveía luz. Tomo aire, asió la manija, la giró y abriendo, entró.

Ellos yacían sobre la cama. El cara hacia arriba, lívido, ojos y boca abiertos y manos cruzadas sobre el estómago. Ella parecía esconder su rostro en su costado. Un brazo sobre el torso de él y el otro girado hacia atrás en una posición irreal y desencajada. Se acercó. En una mesilla, un reloj parado y en la otra, varios frascos de medicamentos. En la cama había restos de vomito y comenzó a percibir una extraña mezcla entre un olor acre y otro dulzón. Tomándola con delicadeza, la giró y separó los cabellos del rostro: sus ojos abiertos de pupilas mates, ya no veían nada.

Recordó entonces a los niños. Luis tenía seis años y Marcos dos. Necesitaba saberlo. Salió de la habitación y después de una última mirada apagó la luz y cerró la puerta. Arrimó de nuevo su oreja al cuarto infantil. Nada. Tendría que entrar. Girando sobre su eje, una las bisagras chirrió en un lento y agudo quejido. Oyó entonces un murmullo en el interior de la habitación. Al encender la luz, Luis se revolvió en su cama murmurando de nuevo. Lo acarició:

- Tranquilo, Luis, tranquilo. Duerme que está aquí tío Ramiro – le dijo acariciándolo.

El niño masculló algo incoherente y volvió a dormirse. Se giró hacia la otra cama y tapó al otro pequeño que dormía sudoroso estirado sobre su sábana. Salió en silencio.

Recorrió el pasillo con paso lento. En el rellano, poco a poco, se dejó resbalar apoyado sobre la pared. Sentado en el suelo comenzó a llorar mientras en su mano todavía apretaba la carta de sus amigos.