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martes, 14 de septiembre de 2010

Decisiones

Como todos los días el autobus de la empresa lo dejó en el cruce. Bajó y se dirigió a su casa a lo largo de una acera recién mojada por el camión de la empresa municipal que de vez en cuando baldeaba la calle. Durante un tiempo, mientras intentaba pisar sobre seco, se había preguntado que sentido tenía empujar la suciedad de la calzada sobre la acera. Ahora, ya simplemente caminaba con la cabeza gacha mientras poco a poco las suelas de sus zapatos se mojaban. Alegria para algún vecino que maldeciría más tarde al ver sus huellas en el portal.

Abrió la puerta y comenzó a frotar sus zapatos contra el felpudo de la entrada: uno, doos, tres, cuaaaatro, cinco, seeeeeeis. Se fijó entonces en su buzón y a través de la rendija observó que había algo. Era extraño. Muy pronto para ser publicidad y el cartero sólo pasaría hasta bien entrada la mañana. Además, no había duda de que no conocía a nadie que fuera a escribirle. Lo abrió y tomó un sobre. Era cuadrado y blanco, de los que se cierran humedeciendo la solapa. Nada que ver con esas notificaciones en las que contenido y continente forman un todo en el que una vez plegados y cerrados, uno queda en el interior y en el otro se imprimen los datos del destinatario y el remitente. Este no tenía remite. Sólo su nombre escrito con bolígrafo en el frontal: Ramiro Fuentes.

Abrió la solapa y extrajo un folio doblado escrito a mano. Comenzó a leerlo con curiosidad. Su rostro sonreía asintiendo con condesdencia pero poco a poco el gesto inicial fue contrayéndose en una mueca de extrañeza. Los ojos oscilaban de lado a lado por las lineas mientras su ceño continuaba frunciendose. Finalmente teminó la lectura y sus brazos bajaron al tiempo que elevaba su cabeza con los ojos desmesuradamente abiertos entre el horror y el asombro. Inmovil en la soledad fría del portal. Rompiendo el silencio con su respiración agitada.

Instantes depués, como despertando de un sueño fue consciente de nuevo y alzó el papel asido todavía con ambas manos. Miro a su alrededor: el buzón todavía abierto, los pasamanos de madera, una planta en su maceta, la mortecina luz de dos bombillas, la escalera... ¡¡ La escalera ¡! Quizá aun no fuese demasiado tarde. Subió los peldaños todo lo rápido que su cojera le permitía para llegar al entresuelo. Encendió la luz del rellano y se acercó a la primera puerta. La tanteó con cuidado deseando que estuviese cerrada. Pero no lo estaba. Acabó de abrirla y encontró ante él un pasillo sobre el que se recortaba su sombra iluminada por la luz de la escalera.

Conocía sobradamente aquella vivienda. Hubo un tiempo en el que en sus paredes pintadas de de ocre claro rebotaban las risas de los niños jugando con los cojines del salón mientras sus padres se afanaban en preparar una cena a la que siempre estaba invitado. Un tiempo en el que con una sonrisa se escanciaba una botella del vino menos asequible del super y se hablaba hasta las trece de los proyectos del futuro. Con ellos siempre me había sentido como un huerfano adulto adoptado y siempre me habían cedido parte de su alegría vital con la mera condición de participarla. Pero todo se había truncado. La ilusión dio paso al desencanto. La enfermedad trajo la penuria. Y con ella, el silencio.

El silencio. En ese grueso silencio nocturno lentamente avanzó dejando a un lado la cocina, la sala y el baño. Al llegar a la habitación de los chicos, arrimó su oído a la puerta pero no oyó nada. Continuó andando hacia la habitación de matrimonio. Al girar, al final del pasillo, vió como por debajo de su puerta cerrada se entreveía luz. Tomo aire, asió la manija, la giró y abriendo, entró.

Ellos yacían sobre la cama. El cara hacia arriba, lívido, ojos y boca abiertos y manos cruzadas sobre el estómago. Ella parecía esconder su rostro en su costado. Un brazo sobre el torso de él y el otro girado hacia atrás en una posición irreal y desencajada. Se acercó. En una mesilla, un reloj parado y en la otra, varios frascos de medicamentos. En la cama había restos de vomito y comenzó a percibir una extraña mezcla entre un olor acre y otro dulzón. Tomándola con delicadeza, la giró y separó los cabellos del rostro: sus ojos abiertos de pupilas mates, ya no veían nada.

Recordó entonces a los niños. Luis tenía seis años y Marcos dos. Necesitaba saberlo. Salió de la habitación y después de una última mirada apagó la luz y cerró la puerta. Arrimó de nuevo su oreja al cuarto infantil. Nada. Tendría que entrar. Girando sobre su eje, una las bisagras chirrió en un lento y agudo quejido. Oyó entonces un murmullo en el interior de la habitación. Al encender la luz, Luis se revolvió en su cama murmurando de nuevo. Lo acarició:

- Tranquilo, Luis, tranquilo. Duerme que está aquí tío Ramiro – le dijo acariciándolo.

El niño masculló algo incoherente y volvió a dormirse. Se giró hacia la otra cama y tapó al otro pequeño que dormía sudoroso estirado sobre su sábana. Salió en silencio.

Recorrió el pasillo con paso lento. En el rellano, poco a poco, se dejó resbalar apoyado sobre la pared. Sentado en el suelo comenzó a llorar mientras en su mano todavía apretaba la carta de sus amigos.

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